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Cultura  |  22 marzo de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Esa Colombia soñada

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Por Manuel Tiberio Bermúdez

Es época preelectoral. Desde ya se escuchan los gargarismos de quienes alistan sus voces para, desde las tarimas, aventar los discursos que han venido urdiendo para lanzarlos contra un pueblo olvidadizo y muchas veces equivocado en las escogencias que realiza.

Muchos son los que maldicen la llegada de esta temporada que se llena de trapos de colorines, frases grandilocuentes y almibaradas y en la que se reparten de abrazos sin afecto pero tan necesarios para los candidatos que van por todos los rincones del país pidiendo el favor de un voto.

A mí esta época me encanta, me llena de regocijo, me acelera el corazón porque es el tiempo en que esta Colombia que habito se vuelve diferente, se transforma en otro estado muy distinto al que observo cotidianamente.

Mi país cambia como por arte de magia y aparece uno nuevo: aquel que uno —no se imagina— porqué rara alquimia las personas que se lanzan a las campañas nos lo hacen ver diferente. Entonces esos seres silenciosos, sin palabras ni ideas para cambiar lo que ha estado quieto, estático adormilado, de pronto sufren una extraña metamorfosis y adquieren un grado de lucidez tal que les permite exponer ideas maravillosas que solucionaran todos los problemas que —hasta  minutos antes de escucharlos— nos tenían acogotados y al borde del desaliento.

Pero es que las plazas públicas, las hurras del pueblo, las vivas a los grupos partidistas, el ansia de los votos, vuelven a los candidatos adivinadores del futuro. Y en ese discurso tantas veces estudiado la Colombia que nos pintan es otra: se convierte en un país en el que todos tendrán educación gratuita, es un país sin violencia alguna porque quien habla acabará con ella no importa si tiene que exponer su vida. El campo recobrará su verdadera razón de ser y los campesinos recibirán subsidios para cultivar, tendrán carreteras de sobra para sacar los productos al mercado y gozaran los beneficios de las políticas de exportación que se pondrán al servicio “de ese grupo humano que tanto le debemos en este país” dice en tono de melodrama el aspirante.

Uno los escucha y como que va entrando en trance. Las palabras del discursero van  abriendo las puertas de ese nirvana por el que durante tanto tiempo uno ha esperado. Ahora las palabras del orador se orientan hacia el tesoro público, el cual, el hombre o la dama, llaman “sagrado, intocable” y lanzan anatemas contra aquellos que no lo han respetado, que se han aprovechado de él para llenar sus arcas personales, dice con voz temblorosa y al borde del llanto.

Y ni hablar de la participación femenina que tienen pensadas para realizar durante su gobierno, o en las políticas de protección a los adultos mayores, o a los discapacitados, mismas que pondrán en marcha al día siguiente de ganar las elecciones.  Hablan sin titubear de la intervención a la violencia, “venga de donde venga” dicen; en fin, usted ya alcanzó el éxtasis, ya vive en el país de las maravillas, aquellas que dibuja el o la que habla.

La vuelta a la realidad es como un salto sin paracaídas: la radio le avienta la noticia del momento real en el país que vivimos y uno se da cuenta que aun nadie sabe quien ordenó las muertes de los líderes en las distintas regiones, que nadie ha respondido aún por los dineros que se llevan diariamente los corruptos, y que la inseguridad es tal que la bicicleta que da temor cualquier desplazamiento.

Pero el candidato que usted estaba escuchando sigue hablando de un país que él hará para usted —si le da el voto, obviamente— un país que desde su ejercicio de político de años no ha procurado cambiar, pero que gracias al discurso que él o ella han elaborado para esta ocasión será  por esa rara alquimia de la época preelectoral un país mejor para todos.

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