“Galopan, mas no temas. La muerte viene a pie”.

Lo dijo como quien dice, “tranquilo. Ya va escampar”. Sin importarle el temblor de mis manos atadas, ni el frío que ardía en mis heridas producidas por el frote de los grillos.

El silencio que sigue en la mazmorra se hace denso, negro. Únicamente los truenos desde lejos lo profanan. De pronto un galope múltiple, ligero y descendente se acerca y cesa en el patio del castillo donde está lista la pira… ¿Me quemarán hoy?

Quiero ver su rostro, pero la oscuridad de la celda y la sombra de su capucha lo hacen imposible, por eso son pocas las cosas que puedo deducir con la luz de la tea situada a sus espaldas. Una es su gran estatura y corpulencia, otra la humedad en las paredes, la escasa longitud de mis cadenas y el ocre de su hábito del que salen unas canillas lampiñas de pies sucios amarrados en las sandalias.

Lo demás es soledad. Su guardia se debe a la posibilidad de que en el último momento haga yo lo mismo que Galileo. Pero no, yo no lo haría. Pasadas unas horas, oigo cantos religiosos, avemarías y otros rezos, llegar hasta la puerta de la mazmorra. Se abre para dar paso a la luz de las antorchas primero y luego al cuerpo obeso del inquisidor embutido en su atuendo morado.

Con un “ave María purísima” y disfrazado su gesto de una santidad tan irreal como los principios que defiende, se dirige a mi, vigilante:

– ¿Y este? ¿Persiste en su herejía?

– ¡La tierra gira!– grito y por la mirada del prelado comprendo que esta noche, mi cuerpo arderá en la pira. Confieso temor de que las lenguas ardientes me lleven a renunciar a la lucha, pero a pesar de su retracto, serán las palabras de mi maestro al salir de su audiencia, las que impedirán que me venzan:

“Y sin embargo, la tierra se mueve”.