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Cultura  |  22 enero de 2023  |  12:01 AM |  Escrito por: Administrador web

La palabra

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Un cuento de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

Ella supo que soñaban lo mismo cuando lo encontró en el tercer piso del centro comercial Bolívar intentando desplegar las alas, con el rostro avergonzado y esas tímidas escaramuzas para entablar el diálogo. Parecía sentirse culpable de algo, pero al mismo tiempo daba la impresión de no entender qué pasaba.

–Buenos días, Alexa– dijo al fin con la mirada esquiva.

–Buenos– respondió ella con sequedad. El silencio incomodó a los dos, una nube rojiza en el cielo de Armenia subrayó el momento y el intento de retirada del hombre trocó de pronto en decisión:

– ¿A dónde vas?

–Al Parque de la Vida. Debo tomar unas fotos.

–Y… ¿puedo acompañarte?

Ella con gesto serio lo pensó un poco y como si no quisiera, como si luchara contra sí, prefirió explicar:

–Bueno. Está bien. Después de todo necesito hablar contigo.

Tras bajar las escaleras, lo cual ofendió a la chica, pues ella quería volar, salieron del centro comercial. Cruzaron la avenida de sur a norte, paralelos al puente sobre la catorce, esquivando lo mejor posible el olor a pescado y gasolina, que en horas meridianas satura el aire de la esquina, y caminaron, otra vez, en silencio.

–“Tan ridículo”– pensó la mujer– “prefiere caminar conmigo pudiendo aletear por encima del puente”.

Más adelante, al atravesar la avenida Bolívar para ir a la acera oriental, fue ella quien, por llevar la contraria, voló sobre los carros, mientras él, avergonzado, pasó corriendo y con la punta de las alas en sus manos.

Al estar cerca de ella, él habló de nuevo:

– ¿Sabes Alex? Tuve un sueño…

–Sí, ya lo sé– cortó ella, enojada por el hipocorístico–. Y es la última vez que me dices Alex.

–Ah, perdona… ¿Ya sabes lo que soñé?

–Sí. Como también sé que me ultrajaste.

– ¿A ti?... ¿Te ultrajé a ti?– cuestionó dudoso y agregó:

–A ver. Déjame verte–. Adelantó unos pasos para verla de frente y comprobar que en efecto era ella la mujer de su sueño.

–Oye– balbuceó –Es… es… extraño. De verdad es extraño, pero fue a ti a quien ofendí en mi sueño.

–Te lo dije– respondió ella evitando estrellarse con él que se había detenido.

–Por favor Alexa, discúlpame. Sabes que en el mundo real no te ofendería de forma alguna.

Como no hubo respuesta, el ruido de la calle fue el único acompañante hasta la entrada del parque, donde el portero los saludó con cierto malestar, porque el rostro del hombre que llegaba con la fotógrafa, le pareció de muerto. Tomaron el camino que bordea las cascadas y el río virtual del sitio, y mientras ella fotografiaba lugares y tomaba apuntes, él trataba de atenuar la onírica ofensa.

–Al final, fueron los celos– dijo.

–Eso lo entiendo. Pero ¿tenías que usar esa palabra?– casi que gritó ella agitando las manos. –Sabes de sobra cuanto me ofende viniendo de ti. Recuerda. Por ti supe que mamá era una de ellas y que mi carrera fue pagada en muchas camas. Fuiste tú, quien me enseñó a odiar la palabra y a ellas. Nunca entenderás cuánto me duele.

Para entonces habían llegado al guadual del parque, en cuya penumbra se internaron. Como las guaduas impedían el aleteo, las espinas, vidrios y otras amenazas del suelo les hicieron ver que estaban descalzos, entonces sonrieron y decidieron levitar. Pasado un momento, un observador externo al guadual, hubiera visto cómo desde la penumbra, los momentáneos microsoles del flash, creaban una insólita intermitencia.

–Además, Alexa. Lo que sucede en un sueño carece de importancia– agregó el hombre que en ese momento vio algo en una mano de ella. De la otra colgaba, ahora inactiva, la cámara.

– ¿Y qué es eso?– preguntó.

–Es el arma que vengará la afrenta– susurró ella al aire.

–Pero, por favor Alex. Aquello sucedió en otro sueño del que ya desperté–. Suplicó él.

–Lo que pasa– respondió la mujer posándose en el suelo– es que a pesar de que soñamos lo mismo, de mi sueño yo no he despertado aún. Te lo digo por última vez: No me volverás a insultar con esa palabra, ni me volverás a llamar, Alex–. Y aplicó el tábano eléctrico en el cuello del hombre. La descarga fue fatal. Detuvo no solo los aleteos sino el marcapasos que había en su pecho.

Desde entonces, ella no ha querido volver a despertar, porque cuando lo hace, escucha los aleteos y al mirar hacia su ventana lo ve sonriente, burlón y con un murmullo que solo ella escucha, le dice:

“Alex… Alex, eres una de ellas. Eres una…” y de nuevo… la palabra.

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