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Región  |  24 diciembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Visita al Machín

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Un texto de Jorge Orrego Gaviria.

En el fondo del pasillo vi un puesto libre y me apresuré a ocuparlo antes que el autobús reanudara la marcha. Junto a la ventanilla iba una mujer sentada pero no pude ver su rostro porque estaba absorta mirando hacia la carretera. Viajar junto a una dama es bueno y más como en esta ocasión que íbamos a conocer el volcán Machín.

El volcán selló su cráter con lava de la última erupción que ocurrió hace siglos. Por ese motivo uno puede caminar sobre su tapa circular de dos kilómetros de radio donde se ha formado un paisaje extraño.

Éramos un grupo de excursionistas bastante diversos, pero a todos nos unía el propósito de visitar el enigmático y, según dicen, peligroso volcán, ubicado en la otra vertiente de la cordillera central, tierra ignota para nosotros los Quindianos.

Después de llegar a Cajamarca, viajaríamos en un Jeep por carreteras veredales, adosadas a las faldas de las montañas, hasta llegar a nuestro anhelado objetivo.

La dama de al lado poco conversaba. Seguía absorta mirando por la ventanilla y por lo tanto ignorándome de plano. Pero no me importaba. Lo mío era pasar en día muy lindo disfrutando la excursión y el imponente paisaje andino.

El ascenso del autobús por la carretera de la línea es interesante. Las curvas trazaban geometrías caprichosas al borde de desfiladeros. El tráfico de tractomulas tiene un tanto de aventura y desafío a la majestad de la cordillera.

Palmas de cera esbeltas se levantaban hasta casi tocar el cielo. Su desnudez, en medio de potreros, inspiraba más bien compasión. Uno que otro pedazo de monte, arrinconado en los pliegues montañosos, hacía pensar en tiempos mejores para la naturaleza.

Para matizar un poco el viaje, decidí conversar con mi vecina.

-¿Le provoca un poco de maní? Le dije con tono seguro.

Ella volvió hacia mí su rostro.

Estaba desfigurada, tal vez por un accidente. La estructura ósea estaba deprimida. El lado izquierdo era el más afectado. La piel era rugosa, abrupta, como la ladera de un volcán. Sentí una infinita compasión por esta muchacha de rostro devastado.

Una sonrisa brilló en medio de su cara asustadora. Tomó unos granos de maní y se los fue comiendo uno tras otro.

Como pude, me armé de valor y volví a preguntar:

-Es tu primera visita al Machín.

-Excelente pregunta. Me respondió que sí. Al percibir su acento extranjero supe que tendríamos tema para largo.

Se llamaba Erika y era sueca. Su pasión por las orquídeas la había traído a Colombia. Estaba realizando un estudio sobre especies pequeñas, propias de las tierras paramunas.

Obvio que no hice ningún comentario sobre su cara devastada. Es más, hacia esfuerzos por conservar mi aplomo y hablarle con naturalidad, mirándola a sus bellos ojos verdes.

La conversación fue fluyendo. Me contó que la flora en la tapa del Machín era muy interesante, por la composición volcánica del suelo. Iba en pos de una orquídea muy exótica vista y reportada por un investigador paisano suyo en las faldas de un volcán en Borneo, en 1850.

Su voz era dulce. Su manejo del español era brillante. Su cabello ondulado daba brillos rojizos. Antes de abordar el campero en Cajamarca, dimos cuenta de un buen plato de lechona en el marco de la Plaza de Cajamarca.

Cuando el guía nos señaló a lo lejos las laderas y el propio cráter del Machín, yo ya estaba embelesado en su contemplación. Íbamos apiñados en un Jeep. En su interior algunos del grupo se apretaban sentados y otros íbamos de pie, sostenidos precariamente.

Muchos del grupo llevaban bordones. Algunos eran muy pulidos, de finas maderas. Otros eran rústicos. Admire el bordón que llevaba una señora a mi lado. Me dijo que lo había traído del Putumayo. Me quede callado como una escultura de piedra de la Isla de Pascua.

La naturaleza es un espectáculo. Al ingresar al cráter tapado, como quien entra a un valle circular lo invade a uno una sensación de irrealidad. Amplios potreros llanos, matizados apenas por suaves colinas. Jirones de bosque aquí y allá. Vacas pastando. Árboles con aves, arbustos, rocas. Hasta un riachuelo.

Almorzamos en la parte más alta de una colina. Desde allí podíamos ver el nevado del Tolima, también imponente. Todos compartimos nuestros fiambres. Intercambiamos muslos de pollo por tortas. Arepas por jugo. En fin, todo lo compartimos.

El guía hablaba y hablaba, matizando su discurso con algún chiste flojo. Por fisuras en el suelo salían humos espesos. Me vino a la mente la palabra Geiser. Aunque también conversaba con otras personas del grupo, seguía con Erika, acompañándola, si así puede decirse.

A menudo se detenía para tomar fotos, bien fuera del paisaje, de unos árboles o de sus orquídeas, a medida que estas flores diminutas salían a su encuentro.

Me pidió que le tomara una foto y claro, acepté con mucho gusto. me sugirió que, al tomarla, ella quedara distante. De inmediato comprendí que no quería que su cara apareciera con detalle y no tuvo que explicarme nada. Enfoqué y la vi a varios metros de distancia. Al fondo, el majestuoso nevado del Tolima parecía un Dios Tutelar. Nos reíamos juntos. Me mostraba en la cámara las fotos que tomaba de sus orquídeas diminutas. Me preguntaba: ¿para qué tanta belleza en estos parajes remotos? Tan diminutas y tan bellas estas orquídeas. ¿Quién las contemplará? Nadie.

Lindos ojos verdes. Sonrisa preciosa. Rostro desfigurado. Orquídeas diminutas. Paisaje imponente, majestuoso.

El Nevado aparecía al fondo como si la protegiera. Como si ella le perteneciera.

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