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Región  |  25 octubre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Génova y su gente

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Luis Guillermo Arango B.

Hace unos sesenta años ir de Armenia a Génova era pa machos o pa damas de muy buena resistencia. Por ese entonces, enfrente de la Esquina del Bostezo, en la galemba de Armenia, estaban las oficinas de la empresa Trans Pijao Génova, de propiedad de don Javier Gómez. Eran carros modelo 48, llamados culipatos y algunos más modernos, pero todos de 5 pasajeros de capacidad.

Salía el conductor de turno, apodado Guevero, que le hacia competencia al as del volante por ese entonces que le decían Tabardillo, que viajaba, a veces, pero a Caicedonia y cuando les tocaba coincidencia en la hora de salida o de llegada se enfrascaban en una competencia tenaz, en los planes de La Albania o en las curvas bajando a Rio Verde o en los planes de Barragán. Eso era todo un rally de Montecarlo y era con acelerador al piso y curvas cogidas en dos ruedas y con rugido elefantezco de los motores. Los pasajeros varones, protagonistas de la competencia, apretaban las piernas para no manifestar sonoramente su miedo o culillo y las damas comprimían el corpiño y aguantaban la respiración, pues nadie osaba interrumpir semejante carrera entre choferes de empresas rivales y uno como sandwiche, o, como testigo mudo.

Cuando cambiaba el panorama, en las partidas o de rio Verde o en la fonda de Barragán, empezaba el verdadero calvario. No se sabía en qué tramo había mas curvas. Eso era una detrás de otra. Para subir los doce o quince kilómetros al puente del Rio Rojo o a la Quiebra, eran sesenta curvas por kilómetro en ambas carretera, pero en la de Génova, el espectáculo era más emocionante, porque había voladeros infinitos o sea que uno volteaba, mientras el carro lo hacía y chirriaba o la carrocería o las llantas o los rines. En ese trayecto era conveniente no haber comido nada en los tres días anteriores para que el estómago, los intestinos y hasta el píloro, estuvieran vacíos, porque si por casualidad o por ignorancia los pasajeros iban con algo de comida en las entrañas, las curvas, la velocidad, el pánico o lo incomodo del puesto lo inducían a vomitar, pero era tal el afán por correr, que no había posibilidades de parar, para trasbocar y tocaba hacerlo en una bolsa verde o en un líchigo o en el pañuelo.

En las proximidades a la llegada a los pueblos el chofer o conductor se pegaba del pito para anunciarle a los ocasionales transeúntes por la carretera que se quitaran que él iba llegando o para espantar las mulas de carga o para avisarle a los pájaros de que iba subiendo carne fresca para el pueblito. A veces había repuesta en el pito y Guevero o Caja de Agua o Chote, le mermaban al acelere y se metían al patio o a la portada de alguna finca para darle paso al que bajaba, pues el ancho de la carretera no permitía el paso simultáneo de dos carros.

Cuando ya se veía el pueblito había que aguantar el último de los sustos y era pasar por un puente de piso de tabla, de barandas de guadua y de cables colgantes, que sonaba como una matraca como si se fuera a romper y podía uno caer sobre el lecho del rio todo vestido de rojo, como si fuera el piso del infierno.

Había veces que el miedo era doble o triple, pues al lado del camino aparecían uno o dos bultos de envases de cerveza, dejados así para avisarle al camión de Bavaria, la necesidad de cambiarlas por unas nuevas. A veces las dejaban cerca de una fonda y eso daba cierta tranquilidad, pero en otras, las dejaban en la sombra oscura de una cañada y se sabía que eran para Melco y su combo. Por eso tocaba viajar a toda máquina, así los intestinos rumbaran del miedo o culillo.

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