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Pico y placa: 1 - 2

Paula Alejandra habla a través de su violín, sin filtros, con el alma.

3 noviembre 2025 10:49 pm
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Jhon Jairo Salinas.

Nació bajo el cielo de Villa Pinzón, Cundinamarca, el 25 de noviembre del año 2000, bajo la mirada amorosa de Thomas Antonio y Ana Edilma. Ella era un alma destinada a vibrar, aunque aún no lo supiera.

Al llegar el 2013, un nuevo paisaje la acogió: Calarcá, Quindío, tierra de verdes intensos cafetales que pronto se convertirían en el fondo de su paleta sonora. Fue allí, a los once años, cuando el violín se hizo carne en sus manos. No fue un instrumento, sino un espejo; no fue madera y cuerdas, sino la extensión de sus propias manos.

Desde la Casa de la Cultura de su natal Villa Pinzón hasta las aulas del Instituto de Bellas Artes de la Universidad del Quindío, bajo la tutela de la Maestra Rosa, Paula pulió el cristal de su arte. Cada lección fue un paso hacia la madurez, dejando atrás el colegio Román María Valencia en 2016, llevando consigo no solo un diploma de bachiller, sino una promesa sonora.

Su arco no distingue fronteras: danza con la rigidez sublime de la música clásica, se enraíza en los ritmos profundos de Colombia, y se expande con la pasión vibrante de Latinoamérica.

Hoy, Paula Alejandra, la artista que creció ante nuestros ojos en la Fundación Calarte, devuelve el eco. Ella es la instructora que siembra semillas de melodía en los niños y niñas de Calarcá. Sus conocimientos, forjados en la experiencia, se convierten en el legado para las nuevas generaciones.

Su camino está marcado por la filarmonía: fue guía y cuerda en la Orquesta Filarmónica Juvenil del Café. Durante ocho años, dirigió el diálogo entre violines, violas y violonchelos, orquestando la música andina y latina. Perteneció a la semilla de Almma Cenzonte, fue parte esencial de la orquesta infantil «Alimenta una esperanza musical» en Armenia, y tejió texturas con el grupo Amauta de la Universidad. Actualmente, su talento resuena en el «Resonar Ensamble». Recibió el toque de los maestros, como el venezolano Eduardo Gómez, en clases magistrales que enriquecieron su paleta.

Para Paula Alejandra, el violín es un lenguaje que trasciende lo audible. Cada nota que brota de sus cuerdas es, en sí misma, un verso de poesía. Y mientras ella sonríe, el Quindío entero parece escucharla, pues su música es un otoño lleno de resonancia sobre el pentagrama de esta tierra.

El aire se espesa en el estudio, no con polvo, sino con la expectación que precede al milagro. Para Paula Alejandra, el violín no es un objeto, es el confidente fiel, la caja de resonancia donde su alma se atreve a hablar sin filtros.

El arco del violín desciende. Es un acariciar de las cuerdas; ella no toca música, traza un pentagrama invisible sobre el silencio. En cada nota que se libera —un legato suave o un staccato firme— se condensa un sentimiento entero, una historia que su espíritu, por fin, proclama.

Observamos la dualidad: la dulzura que se desliza como rocío matinal y la fuerza contenida que exige respeto. Paula, al interpretar el violín, es como sentir el vibrar de un reloj antiguo, sí, pero no mide el tiempo que pasa, sino el tiempo que se siente, el pulso de un sentimiento alegre o profundo que se ancla en el presente.

Ella lleva el peso de su instrumento, no como carga, sino como la noble responsabilidad del arte. En su pecho, bajo la tela, arrulla esa melodía que tiene la cualidad alquímica de elevarse, de perforar el techo y buscar las estrellas más lejanas.

Y es allí, en ese cruce de caminos sonoros, donde reside la verdad: en sus manos, el eco puede ser el suspiro de un sueño que alguna vez se deshizo, o la promesa vibrante y firme de que, mientras el arco se mueva, la vida siempre, inevitablemente, destellará melodías que, como las musas, viajarán al Olimpo de las más hermosas notas musicales del violín de Paula.

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