José A. Soto
Los humanos somos propensos a adoptar recuerdos falsos.
El dolor llega sin pedir permiso. A veces se disfraza de pérdida, de enfermedad, de rechazo o de vacío. Otras veces simplemente aparece como una sensación silenciosa que nos pesa por dentro y no sabemos explicar. Lo cierto es que, cuando duele, todo parece detenerse. Creemos que el sufrimiento es un enemigo, algo que debemos vencer o eliminar. Pero en realidad, el dolor puede ser un mensajero, una puerta hacia algo más profundo.
Transformar el dolor en comprensión no significa negar lo que sentimos ni justificar lo que nos lastima. Significa escuchar lo que el dolor quiere mostrarnos. Cada herida guarda una enseñanza oculta: algo que necesitamos ver, soltar o perdonar para seguir creciendo. Detrás de cada lágrima suele haber una historia que pide ser entendida con amor, no con juicio.
Cuando nos atrevemos a mirar el dolor de frente, con humildad y sin miedo, algo comienza a cambiar. Deja de ser un castigo y se convierte en un maestro. La comprensión no borra el pasado, pero le da sentido; no elimina la cicatriz, pero le devuelve belleza. Entender nos libera. Nos reconcilia con nosotros mismos y con la vida.
Transformar el dolor en comprensión es un acto de poder interior. Es elegir sanar desde la conciencia, no desde la negación. Es permitir que la experiencia más difícil se vuelva luz para otros. Porque cuando entendemos nuestro propio sufrimiento, desarrollamos una compasión más grande hacia el dolor ajeno.
Y así, poco a poco, el alma se aquieta. Lo que antes era oscuridad se convierte en sabiduría, y lo que dolía deja de ser una carga para transformarse en guía. El dolor no desaparece: se transforma. Y en esa transformación, nacemos de nuevo.
