El pasado 28 de septiembre se celebraron los doscientos años del nacimiento en Cartagena de Rafael Núñez. Hombre de sólida formación y fuerte carácter, forjado para la lucha y el servicio a la patria, libró duras batallas y nunca retrocedió ante los inmensos problemas que surgían a su paso. Es uno de los políticos más destacados de la historia nacional.
Fue presidente de Colombia en cuatro períodos, entre 1880 y 1894, año este en que falleció. Sus audaces reformas iban en contravía de algunos intereses políticos, y sus enemigos, por tanto, no cesaban en el empeño de obstruir sus propósitos y sacarlo del poder. Derrotado, como lo fue varias veces en algunos actos, más se crecía y más se le temía. En las treguas tomaba mayor impulso. Su principal fuerza estaba en el pensamiento, con el cual le daba firmeza a la acción.
Esto le permitió crear el movimiento político conocido como la Regeneración, el cual cambió la estructura social de la época. Merced a ello se impuso el centralismo, que derrotó al federalismo, y Núñez fue el líder vital de la Constitución de 1886, que rigió la vida del país durante más de un siglo.
Su “gloria inmarcesible” está en ser el autor del himno nacional de Colombia, el cual desde tiempos remotos se escucha todos los días a lo largo y ancho del país. Poeta consagrado, su obra está movida por las ideas y la vena romántica. Más que un retórico, era un cultivador de la palabra bien dicha y del sentimiento que enternece el alma. Su vida sentimental es una resonancia de su fibra lírica.
En la estupenda biografía escrita sobre él por Indalecio Liévano Aguirre como tesis de grado –la que a los veintisiete años le valió el ingreso a la Academia Colombiana de Historia–, recoge en detalle las relaciones amorosas de este personaje político que veía en la mujer no solo la compañera ideal, sino una motivación de la vida. Aparte de los casos que relata su biógrafo, descubrí en otras fuentes varios sucesos más de su alma apasionada que acrecientan las andanzas del eterno enamorado por los campos del erotismo. Es esta la faceta más acentuada de su personalidad.
En Cartagena, siendo muy joven, lo deslumbra una muchacha de familia modesta, cuyo nombre no ha sido establecido con certeza, aunque se habla de Pepita Vives –dejémosla así–, con quien goza de una época frenética que ocasiona el embarazo de la joven. Esto determina que el padre de Núñez lo persuada para que se traslade a Panamá, donde ocurrirá su primer matrimonio. La joven se casa con un amigo de Núñez, y poco tiempo después queda viuda. Los antiguos amantes vuelven a frecuentarse, pero a la postre Núñez se aleja de la dama, por deseo de ella misma ante la realidad de que él está casado.
En Panamá tuvo relación con Manuela Arosemena, hermana de un destacado político, pero el hecho no pasa de una fuerte amistad. Ella murió en 1846. Allí conoció a Concepción Picón, de quien se enamoró y deseó casarse, pero el propósito fracasó por no encontrar en ella la ternura que buscaba. Núñez era apasionado en los amoríos, y al mismo tiempo inestable o inconforme.
Cuando hallaba en la pareja falta de afinidad o discrepancias notables, la unión se extinguía con facilidad, para dar lugar a otras aventuras de similar arrebato. El amor, la pasión, los dones femeninos, la armonía sin esguinces eran los imperativos que incitaban sus vínculos con las mujeres. No admitía términos medios.
Dolores Gallego, dama prestante, adinerada y atractiva, le produjo hondo encanto. Con ella se casó en 1851 y tuvo sus dos únicos hijos matrimoniales. La dureza de la dama determinó el rompimiento, y fue la etapa más crítica que él vivió. Aquí volvió a encontrarse con su primer amor, Pepita Vives. ¿Casualidad o deseo de recuperar lo que había perdido? Es oportuno decir que el amor es en ocasiones caprichoso o misterioso, cuando no indescifrable.
En 1859, Núñez viajó a Bogotá y se alejó para siempre de Dolores. Allí apareció María Gregoria de Haro, mujer culta y hermosa. Estaba casada, pero el matrimonio no la hacía feliz. La mutua atracción los llevó a convivir durante varios años. Se separaron en 1865, quedando el recuerdo de una vivencia intensa.
A Soledad Román, que sería su segunda esposa, la había tratado en 1857. Era miembro de una aprestigiada familia que tenía grandes nexos con la política. Núñez le propuso matrimonio, pero ella no lo aceptó por estar comprometida con el próspero catalán Pedro Macía. En 1871, Núñez obtuvo la anulación civil de su primer matrimonio, y en 1877 se realizó en París, mediante poder, el matrimonio civil con Soledad Román, hecho que provocó tremendo escándalo en la sociedad por tratarse de una bigamia.
En la época de la negociación del concordato con la Santa Sede, el papa León XIII dio la aprobación al matrimonio civil. Este hecho se facilitó con la muerte en Panamá de la primera esposa de Núñez. De esta manera, la pareja realizó el matrimonio católico en febrero de 1889, cinco años antes del fallecimiento de Núñez, cuando ejercía el cuarto período presidencial.
Soledad Román tuvo alta influencia en el gobierno de Núñez y se convirtió en la esposa soñada que no había tenido. Fue la gran inspiradora y consejera de sus actos de gobierno, como que venía de una familia experta en el ejercicio político, y lo más importante, la compañera insuperable que lo colmó de amor y felicidad en el último tramo de su agitada vida.
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