Julio César Londoño
La crueldad humana es un fenómeno que ha desafiado a los filósofos, los teólogos y los sicólogos desde siempre. Si somos hijos de una potencia infinitamente buena, ¿de dónde sacamos tanta maldad? Del libre albedrío, dijo san Agustín. «Somos libres de obrar bien o mal para ser dignos del Cielo o merecedores del Infierno… pero Dios sabe de antemano qué camino elegiremos gracias a la presciencia divina». ¿Cómo diablos se armonizan la Presciencia y el libre albedrío? Nadie ha podido desatar este nudo, ni siquiera santo Tomás de Aquino.
Si dejamos de lado a Dios, debemos suponer que el ser humano es una tabla rasa, que nace amoral y la sociedad lo forma en valores. Aunque los valores cambian con el tiempo y de un pueblo a otro, en ninguna parte la escuela ni las costumbres aplauden la violación y la tortura de niños y, sin embargo, casos como el de la niña Yuliana Samboní se repiten con una frecuencia escalofriante.
Podemos pensar que sí, que el hecho de que haya miles de sujetos como Rafael Uribe Noguera, el asesino de Yuliana, es síntoma de un grave problema social, de una endemia atroz, y achacarle la culpa a Jehová, a Lucifer o al reguetón, pero que al fin y al cabo el ser humano promedio no es tan infame como Uribe. Está muy bien, pero entonces ¿qué hacemos con ese milenario rosario de guerras que es la historia de la humanidad –guerras que no son declaradas por sujetos defectuosos sino por los más esclarecidos líderes de las naciones y aplaudidas por multitudes de cristianos de buena voluntad, de esos que pensamos que el bien triunfará cuando les saquemos las tripas a unos cuantos millones de malvados.
Aquí es donde el espejo nos traiciona y nos dice que tal vez no somos tan buenos como pensábamos. No hay que pensar mucho para encontrar en nuestra vida actos de pasmosa crueldad.
La violencia tiene un erotismo irresistible. Lo saben muy bien los novelistas, los directores de cine, las multitudes que lloran (y vibran) con los magnicidios, los taurófilos, los amantes del boxeo y del bondage y los voyeristas de los accidentes de tránsito.
E incluso los amantes, esos románticos. En La insoportable levedad del ser, Sabina –sabia en lides de alcoba, húmeda siempre por el erotismo de la infidelidad– reconoce que Tomás sería mejor amante si no fuera tan tierno, «si fuera un tris brusco», y lo abandona. Los sexólogos afirman que la popularidad del culo femenino revela una evidente tendencia sadomasoquista en la pareja moderna. En el Kamasutra hay un capítulo entero dedicado al mordisco de amor. Dice que hay mordiscos que dejan marcas circulares, en U, irregulares, en forma de rosa, etc. En el siglo I a.c. Horacio Quinto Flaco le escribe un poema a una cortesana de la que está enamorado: «En iras ardo si tu hombro bello/ báquica riña marcó insolente/ o si en tus hombros, audaz el mozo/ dejó las locas huellas del diente».
Hace unos años, los periódicos publicaron la noticia de un señor alemán que se comió vivo a su novio, filete a filete, hasta que el novio falleció exangüe y feliz. La nota hablaba de un gran cuchillo de carnicería, pero yo no descarto una dentellada lujuriosa al final.
¿Qué dicen los sicólogos sobre la violencia en la cama? Que mientras las prácticas sean consensuadas, todo es válido en el amor. Así las cosas, nadie puede decir que el señor alemán abusó de su amante.
En Palestina han muerto miles de niños, daños colaterales, dice Netanyahu, pero también dijo que su misión es borrar ese pueblo. Diego Molano, un mindefensa colombiano, dijo que los niños de las FARC eran máquinas de guerra. En Platoon, la película de Oliver Stone, hay un mercenario norteamericano que mata niños vietnamitas «porque son estafetas de los guerreros, y viejos porque son sus estrategas». Podemos consolarnos pensando que la guerra es solo una irregularidad social donde colapsan todos los valores. Por desgracia, la guerra es una constante, no una irregularidad.
Matamos de mil maneras porque tenemos mil razones para matarnos. Ojalá algún día encontremos una buena razón para vivir.
Para volver al comienzo, es probable que la crueldad sea un rasgo humano, una pulsión del reptil predador que fuimos, que seguimos siendo. Es probable que nos mueva el miedo, que matemos pensando que el otro puede matarnos. Quizá apenas estemos saliendo de un largo cuaternario. Al menos eso afirma Steven Pinker, un sicólogo que revisó las tasas de homicidios de los últimos dos siglos y asegura que hoy somos menos asesinos que nunca.