domingo 16 Nov 2025
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Los partidos franquicia: el nuevo rostro del poder en la sombraJosé Gustavo Hernández Castaño (*)

25 octubre 2025 10:51 pm
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En Colombia, la democracia no se vende: se arrienda por temporada, como una finca cafetera en vacaciones. Los partidos políticos, esos templos de ideas que alguna vez albergaron doctrinas, se han convertido en centros comerciales del poder. Aquí el cliente siempre tiene la razón —y el dinero, por supuesto—. Lo único que se necesita para competir es un poco de marketing, una sonrisa ensayada y el número de cuenta del financiador.

El concepto de “partido franquicia”, importado con éxito de las repúblicas tropicales de Centroamérica, funciona como una cadena de comidas rápidas de la política: la marca es lo de menos, el sabor depende del cliente y el menú cambia con las encuestas. En el mostrador, un puñado de dirigentes nacionales ofrecen su producto estrella —el aval— con el mismo entusiasmo con que un vendedor ofrece un combo agrandado. “¿Quiere aval para alcaldía o para concejo o Cámara? ¡Llévese dos y le regalamos un tercero!”

Cada cuatro años, el país entero se transforma en un supermercado electoral. Los partidos se exhiben en estanterías, los candidatos se etiquetan por color, y los financiadores empujan el carrito. Lo que antes era militancia se llama ahora “alianza estratégica”, y lo que antes era ideología se llama “oportunidad de negocio”. El aval partidario ya no representa una trayectoria ni un compromiso ético; es un certificado de legalidad temporal para lavar dinero con agua bendita democrática.

Los financiadores de campaña son los verdaderos artistas de este arte del camuflaje. No necesitan discursos, solo una chequera. Su poder no aparece en los tarjetones, pero brilla en los contratos que llegan después. Invierten millones en campañas que, si salen bien, se recuperan con intereses leoninos en licitaciones, consultorías o concesiones. Son inversionistas visionarios: saben que la rentabilidad del voto supera a la del dólar.

En los municipios, la operación se perfecciona. El candidato local —ese buen vecino con sonrisa de pendón y lema reciclado— arrienda la marca del partido, promete “gestión”, y detrás de él un grupo de patrocinadores lo empuja con la devoción de un equipo de Fórmula 1. Si gana, la administración pública se convierte en un festival de contratos; si pierde, todos sonríen igual: ya habrá otra elección, otro aval, otra lavandería.

El proceso es casi poético en su simpleza. Primero, entra el dinero, la mayoría de las veces de dudosa procedencia: narcotráfico, minería ilegal, sobrecostos o pecados menores disfrazados de aportes. Luego, el aval otorga legitimidad; el voto purifica; el contrato devuelve la inversión. Así, el dinero sucio hace su metamorfosis democrática: de polvo blanco a presupuesto público, de contrabando a infraestructura. Colombia, la patria del realismo mágico, ha logrado lo impensable: convertir la corrupción en un acto de alquimia cívica.

Los informes de la Misión de Observación Electoral (MOE) son testigos resignados de esta tragicomedia. Año tras año, confirman que la mayoría de los candidatos no tienen relación alguna con el partido que los avala. Pero nadie parece escandalizarse: en un país donde la política se mide por el número de vallas, la coherencia es un lujo innecesario. Los dirigentes nacionales actúan como arrendadores de franquicias; los candidatos, como franquiciados del poder; y los financiadores, como socios mayoritarios y silenciosos del negocio.

En este ecosistema, el ciudadano cumple un papel fundamental: el de consumidor crédulo. Compra el discurso, aplaude el eslogan y deposita su voto con la esperanza de un servicio que nunca llega. Es el cliente que siempre vuelve, aunque lo estafen. Porque la democracia, como el cine nacional, se sostiene en la fe del público.

Mientras tanto, la frontera entre lo público y lo privado se derrite con la misma lentitud con que se diluye el café en el tinto de las oficinas privadas o estatales. Los contratos públicos se mezclan con los intereses privados, y los políticos se comportan como gerentes de sucursales de un Estado corporativo. Cada municipio es una pequeña franquicia del poder central, cada gobernador un distribuidor autorizado, cada alcalde un gerente de operaciones. La burocracia se alquila, la conciencia se compra al por mayor, y el Estado se administra como un holding de intereses particulares.

Algunos observadores —los ingenuos, los románticos, los que aún creen en el voto como acto de soberanía— piden reformas. Pero en el fondo, todos sabemos que ninguna reforma legal puede curar una enfermedad ética. No hay decreto que regenere la dignidad perdida ni ley que obligue a tener vergüenza. Los partidos no necesitan nuevos estatutos, sino exorcismos.

Colombia vive, como diría Colin Crouch, su época posdemocrática: un sistema donde las urnas siguen abiertas, pero el poder real se cocina en otra parte. Pierre Bourdieu habría disfrutado observando cómo el capital económico se transforma en capital simbólico con la sola ayuda de un tarjetón. Aquí el dinero no compra conciencias; las alquila por periodos electorales renovables.

El problema, sin embargo, no es solo de los políticos. Es del espejo en el que nos miramos y fingimos no reconocernos. Los partidos franquicia no son una anomalía del sistema: son su retrato fiel. Reflejan nuestra tolerancia a la trampa, nuestra fascinación por el poder y nuestro gusto por la estética del cinismo. Nos reímos de ellos, pero seguimos votando por los mismos; criticamos la corrupción, pero aplaudimos al astuto. Hemos hecho de la indignación un espectáculo de domingo y de la ética, una materia optativa.

Tal vez la única esperanza esté en el humor. Porque, al fin y al cabo, la política colombiana se toma tan en serio que solo puede entenderse riéndose de ella. Si la democracia es un teatro, los partidos franquicia son su comedia más taquillera: los actores cambian, pero el guion es el mismo. Y mientras los aplausos sigan sonando, nadie se atreverá a bajar el telón.

Quizás algún día, cuando el público despierte de la función, descubramos que la democracia no se lavaba en las urnas, sino en la conciencia de cada ciudadano. Pero para eso habrá que dejar de ser espectadores y volver a ser protagonistas. Y, sobre todo, recordar que la política no es un negocio de franquicias, sino el arte —cada vez más olvidado— de servir sin vender el alma.

(*) Magister en Ciencias Políticas
• Asesor en direccionamiento estratégico de campañas
• Investigador en historia política y comportamiento electoral.
E-mail: [email protected]
[email protected]

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