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12 de octubre: celebrar la Hispanidad, no la “raza”

21 octubre 2025 11:56 pm
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Cada 12 de octubre me resisto a repetir una etiqueta que ya no explica lo que somos. No conmemoro “el día de la raza”, porque no me define ni me convoca. Prefiero hablar del Día de la Hispanidad, de ese tejido de lengua, símbolos, instituciones y costumbres que nos enlaza a millones de personas a través del Atlántico. La Hispanidad no borra lo diverso; lo articula. No niega lo indígena ni lo afro ni lo mestizo; los integra en una conversación cultural que lleva cinco siglos y que hoy tiene más vigencia que nunca.

Decir “Hispanidad” es empezar por el idioma. El español es mucho más que un código para pedir un café o firmar un contrato; es una máquina de sentido compartido. Nos permite leer a Cervantes y a García Márquez, ver una película argentina y entender a un cantante andaluz, debatir de política con un mexicano y negociar con un peruano. Gracias a esa lengua, una idea nacida en Bogotá se entiende en Sevilla y una innovación de Medellín puede inspirar a Zaragoza. La comunidad hispánica existe porque nos entendemos y, al entendernos, nos reconocemos.

España, además, está —lo veamos o no— en la arquitectura cotidiana de nuestras ciudades. No solo en catedrales, conventos y fortificaciones, sino en el damero de muchas plazas fundacionales, en los cabildos que dieron forma a la vida municipal, en los balcones que miran a la calle y en los patios internos que resguardan la intimidad familiar. Las plazas mayores con su iglesia, su ayuntamiento y su mercado siguen siendo el corazón del encuentro ciudadano. Esa huella urbana no es un museo congelado; es un sistema vivo donde transcurre la sociabilidad: las fiestas, las procesiones, los pregones, los cafés que se vuelven ágoras.

La Hispanidad también late en el derecho y en la vida institucional. Nuestro lenguaje jurídico, la noción de bien público, la forma de concebir el municipio y la responsabilidad ante la comunidad beben de fuentes que pasaron por España y se adaptaron a América. Claro que hubo conflictos, contradicciones y rupturas; sería ingenuo edulcorar el pasado. Pero es igualmente miope ignorar que de esa fricción surgió un orden de convivencia, con mecanismos, rituales y hábitos que aún sostienen nuestras repúblicas.

En la mesa compartimos parentescos que delatan esa herencia: el aceite de oliva junto al maíz, el guiso que dialoga con el ají o la arepa, el arroz que encontró miles de variaciones. En la música y la danza se cruzan el compás peninsular con los ritmos africanos y andinos. En la devoción popular conviven vírgenes y santos con prácticas locales. Nada de esto es “raza”. Es cultura en movimiento, mezcla y reinvención.

Por eso me incomoda la reducción identitaria del viejo “día de la raza”. Nos empobrece. Nos empuja a trincheras biológicas que, además de falsas, son estériles. La Hispanidad, en cambio, nos invita a pensarnos en red: una comunidad de memoria y de futuro que discute, disiente y crea. España no está solo en la gramática: está en la hospitalidad de la sobremesa, en la ironía mordaz que nos libra de solemnidades, en la pasión por el relato que atraviesa nuestras series, novelas y crónicas deportivas.

Celebrar la Hispanidad no es negar heridas ni cancelar debates. Es asumir la complejidad: reconocer luces y sombras, y a partir de ahí proyectar una agenda compartida. ¿Cuáles? Fortalecer la movilidad académica y cultural; impulsar una economía creativa que circule en español; coordinar agendas de innovación y emprendimiento entre ciudades hermanas; cuidar nuestro patrimonio urbano como plataforma de desarrollo; promover una cortesía pública que haga más habitable la vida común. La lengua es un activo y una responsabilidad: nos obliga a dialogar con rigor, a leer mejor y a escribir con claridad.

El 12 de octubre, entonces, no es una nostalgia por imperios ni un juicio sumario del pasado. Es un presente activo que elegimos cultivar. Cuando camino por cualquier ciudad hispana —Palmira, Sevilla, Armenia, Puebla, Arequipa— reconozco un aire de familia en la plaza que congrega, en la fuente que refresca, en la sombra del árbol que invita a conversar. Ese repertorio de espacios y palabras nos recuerda que el bien más escaso no es el oro ni el litio, sino la confianza. Y la confianza se teje compartiendo códigos, historias y proyectos.

No celebramos la “raza” porque no somos un catálogo de rasgos; celebramos la Hispanidadporque sabemos hablar juntos y, al hablar, podemos construir juntos. España está en nuestras letras y en nuestras piedras, en los acentos que se contagian, en las recetas heredadas y en las instituciones que sostienen la vida de barrio. Está en lo que nos une sin uniformarnos. Por eso, tras el 12 de octubre recién pasado, levanto la voz no para imponer una versión del pasado, sino para proponer un pacto de futuro: se habla español castellano, cuidar la lengua que nos cuida, valorar la arquitectura que nos convoca, y elegir, cada día, esa forma de convivencia que llamamos —con toda la amplitud del término— Hispanidad.

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