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Corramos la línea ética

25 junio 2025 11:18 pm
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Con los titulares constantes y los escándalos rotativos que no paran desde Palacio, muchos parecen haber olvidado que el guion ya estaba escrito desde la campaña: “La línea ética se va a correr un poco. Vamos a dividir el discurso. Unos van a decir una cosa y otros dirán otra. Vamos a generar contradicciones dentro del grupo.”

Por eso, creer en quienes ahora intentan desmarcarse del gobierno es, cuanto menos, ingenuo. Y aunque fuera cierto… que lo demuestren con hechos, no con gestos calculados.

Ahora que muchos comienzan a tomar distancia del idealismo destructivo del progresismo de extrema izquierda y tratan de reivindicar una forma democrática, menos reactiva y más ética de jugar el juego político, es fundamental prestar atención a las palabras que se emplean en los discursos. Porque no solo importan los nombres, sino los términos que se tejen estratégicamente. Uno de ellos es el poder constituyente, que, como ya advertía Sieyès, precede y funda al propio orden jurídico.

El poder constituyente no es una expresión lejana sacada de un libro de derecho. Es la capacidad que tienen los pueblos de decir “esto ya no funciona” y de imaginar nuevas reglas, nuevas formas de organizarnos cuando las actuales pierden sentido o legitimidad. Eso pasó en Colombia en 1991, cuando se convocó una constituyente para superar una profunda crisis nacional.

Pero esa misma fuerza, cuando quienes la invocan corren la línea ética o la utilizan sin principios democráticos claros, puede abrir caminos peligrosos. Venezuela ofrece un ejemplo contundente: tras su Asamblea Nacional Constituyente de 1999, la narrativa emancipadora inicial terminó en concentración de poder, exclusión de sectores políticos, erosión de los contrapesos institucionales y una progresiva deriva hacia la dictadura presidencial.

Mientras tanto, en nuestro propio país se está trasladando, de manera imprudente, toda la carga política al ciudadano de a pie. A ese que madruga, que busca empleo, que paga los servicios, lleva el pan a la mesa y sostiene el país sin comprender del todo un discurso político abstracto, hermético, que lo atraviesa. Un poder superior que convierte en mesías a cualquier orador con el dinero y los recursos suficientes para hacerle creer que tiene en sus manos soluciones inmediatas.

Pero esas soluciones no llegan. Porque la mayoría de esos problemas solo pueden atenderse desde la ejecución rigurosa de las leyes existentes y, en algunos casos, con transformaciones estructurales que deben nacer desde el interior del gobierno y no desde el marketing de campaña.

Elegir a alguien que jamás ha construido empleo para que legisle sobre trabajo digno es tan absurdo como poner a dirigir una orquesta a quien nunca ha leído una partitura. No se trata de que todos seamos expertos en administración pública, pero sí de entender que dirigir un país no es como opinar sobre fútbol: no basta con tener emociones y opiniones. Se requiere formación, conocimiento de territorio y responsabilidad pública real.

Nuestra responsabilidad como pueblo no consiste en aprobar o rechazar cada decisión política como si tuviéramos un interruptor en casa —como si estuviéramos en una serie interactiva donde todo se decide con un clic. No, no es así.

Se trata de informarnos, de elegir a nuestros representantes con conciencia —y no por una promesa o un tamal— y de exigir que se cumpla lo prometido. Porque el programa por el que millones votaron no se parece al que hoy se ejecuta. Y eso es una traición al mandato popular.

Es una bofetada al verdadero poder constituyente que, con esperanza y responsabilidad, eligió representantes dentro de un Estado social de derecho. Ese mandato fue más que un trámite electoral: fue un contrato ético que legitima el poder.

Cuando se gobierna de espaldas a ese mandato, o se tergiversa —como en apariencia ocurre hoy— no solo se desdibuja la democracia: se erosiona la legitimidad del sistema y se alteran de forma sutil los equilibrios institucionales que garantizan la división de poderes.

Al igual que la palabra “pueblo”, el “poder constituyente” no es propiedad de un partido; es una forma concreta de nombrar el poder real que tiene la gente para cambiar las reglas del juego cuando ya no sirven. Ese poder nos toca a todos, y hoy más que nunca debe ser ejercido para llevar incólume a nuestra patria hasta las próximas elecciones.

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