José A Soto
“Cuanto más profundo el dolor, más cerca está la alegría”. Kahil Gibran
Las lágrimas reducen el dolor físico y emocional. Llorar es un acto de autocuidado, una forma de reequilibrar el cuerpo y la mente.
Durante siglos, llorar ha sido injustamente estigmatizado. Nos enseñaron que las lágrimas son signo de debilidad, que llorar en público es un acto vergonzoso, reservado para los débiles o los niños. Pero realmente, el llanto es en realidad, uno de nuestros actos más poderosos y profundamente humanos
La eficiencia se premia y se castiga la vulnerabilidad, el llanto ha sido relegado al rincón oscuro de las emociones no permitidas. Nos olvidamos —o nos hicieron olvidar— que llorar es una forma natural de liberar el alma. El llanto no es fracaso. Es resistencia. Es la expresión última del corazón cuando ya no puede fingir.
Hay quien teme que, si se permite llorar, se desborde. Pero es, al contrario: lo que no se llora se acumula, se enquista. Se vuelve ira, insomnio, enfermedad. El llanto postergado cobra su factura. “Lo que no se expresa con palabras, se manifiesta con síntomas”, nos recuerda Freud.
Y, sin embargo, todavía muchos creen que mostrar emoción es exponerse demasiado. En especial los hombres, atrapados por una masculinidad que les enseñó que las lágrimas son traición al rol que se espera de ellos. Es hora de cambiar esa narrativa. Llorar no te hace menos hombre, ni menos fuerte. Te hace más humano, más real.
Promover el llanto no es romantizar el dolor, sino honrarlo. No es vivir en la tristeza, sino permitirnos habitarla para luego salir más livianos. Llorar no es rendirse. Es rendirse al momento, y en eso, hay algo profundamente sanador. Llorar es también una forma de amar: a otros, a lo perdido, a uno mismo.
Llorar es recordar que sentimos. Y sentir, aunque duela, es estar vivos.
Así que sí: lloremos más. Lloremos bien. Lloremos sin vergüenza. Porque cada lágrima es una semilla de claridad. Y del agua del alma, también nacen los días luminosos.