Las llamadas “ollas de droga” se han convertido en una herida abierta a plena vista de muchos. No hablamos de crimen oculto, sino de esquinas, calles y barrios donde el expendio de estupefacientes ocurre sin tapujos, pero el miedo, la indiferencia y la lentitud del sistema permiten que sigan operando como si fueran intocables.
Este fenómeno ya no se limita a zonas periféricas o marginales. La venta de estupefacientes puede estar en cualquier lugar, detrás de una tienda, cerca de un parque o frente a un colegio. Lo que antes eran focos puntuales, hoy se han expandido como un cáncer urbano y rural. Pequeñas mafias de barrio se están transformando en estructuras criminales que dominan territorios enteros, imponen miedo a sus habitantes y controlan el entorno con violencia y amenazas.
Además del impacto social y de salud pública, esta dinámica ha desencadenado una espiral de criminalidad asociada a; extorsiones, cobros por “seguridad” en los barrios, disputas territoriales, ajustes de cuentas y hasta asesinatos. El microtráfico no llega solo; trae consigo un modelo de poder criminal que pareciera reemplaza al Estado en algunos lugares, imponen su ley, y extienden sus tentáculos hacia otras economías ilegales.
La realidad es que en muchos sectores ya no se trata solo de microtráfico: es una estructura delictiva consolidada. Jóvenes en situación de vulnerabilidad ingresan a estas redes como “campaneros”, jibaros o cobradores, y poco a poco se convierten en actores del crimen organizado, sin mayores opciones de salida. Y mientras esto ocurre, el proceso legal para intervenir las ollas es lento y lleno de obstáculos. Se requieren seguimientos extensos, pruebas sólidas y autorizaciones judiciales complejas.
Frente a este panorama, el país necesita pasar de las reacciones esporádicas a estrategias de intervención integrales, sostenidas y articuladas. Es urgente que los territorios más golpeados cuenten con planes operativos donde confluyan la inteligencia policial, la acción judicial ágil, la recuperación del espacio público y la intervención social con enfoque preventivo.
Se requiere consolidar unidades especializadas contra el microtráfico con mayores capacidades operativas; implementar mecanismos de denuncia comunitaria con garantías reales de protección; fortalecer programas de reintegración para jóvenes reclutados por estas redes; y activar procesos de urbanismo social que devuelvan el control legítimo del territorio a la comunidad. Solo una respuesta conjunta entre Estado, autoridades locales y ciudadanía podrá contener este modelo criminal que avanza sin resistencia suficiente.
Colombia no puede seguir siendo testigo pasivo de esta degradación del tejido social. Lo que está en juego no es solo la seguridad, es la vida, la juventud y la dignidad de nuestros territorios. Si no enfrentamos lo que está frente a nuestros ojos, pronto no tendremos control sobre lo que se oculta en las sombras.
O enfrentamos esta realidad con determinación y unidad, o mañana será demasiado tarde para recuperar lo que hoy estamos dejando perder.
Por: Diego Vásquez
Máster en Gestión de Riesgos. Especialista en Seguridad.
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