Han pasado muchos años, es verdad, pero aún recuerdo con angustia aquella experiencia. Para ubicarnos un poco, empiezo por decir que no era de los mejores soldados de la unidad. ¿Reputación? Mi comportamiento y fugas recurrentes, me hacía asiduo visitante de lo que llamábamos “el cuarto oscuro”, el calabozo.
Era una pieza pequeña de más o menos dos metros de largo, por 1.20 de ancho y algo así como dos metros de alto. El pañete rústico de las paredes impedía, con sus puntas de cemento, que el arrestado se recostara, aunque de hacerlo, el frío del muro no lo hubiera permitido por mucho tiempo. Las temperaturas en una ciudad tan alta como la capital, a veces bajan de cero. A treinta centímetros del piso incrustado en la pared, un rectángulo de acero con patas que rara vez existían fungía como catre, pero se convertía en estorbo. Se usaban entonces las tablas para ponerlas en el suelo y recostarse en ellas, porque dormir sin cordones en las botas, sin camisa, pantalón sin botones ni correa y en ocasiones con sólo el desayuno en todo el día, era empresa bastante difícil.
Señalemos que la costumbre trae maestría y este caso no fue la excepción. A fuerza de entrar una y otra vez a la sala de arresto, llegué a arreglármelas para camuflar lo que las primeras veces veía imposible. El miniequipaje, camuflado con la iniciativa de la necesidad, traía fósforos, cigarrillos, a veces panela o dulces y algo muy preciado, la traba y los cordones.
Las patas del catre faltaban porque los soldados arrestados las usábamos para abrir huecos en la pared del calabozo contiguo, con el fin de hablar y ayudarnos unos a otros. Aquel día nos dedicamos a sacar pequeñas astillas de las tablas para prenderlas en la noche, con el propósito de tener un poco de luz y contrarrestar el frío. Yo estaba en el calabozo número cuatro, último de la sala; en el número tres estaba Carmona y en el dos, Montes completaba la nómina porque el uno estaba vacío. La puerta del tres llevaba cuatro días sin abrirse gracias a un enorme candado. Diferente a los otros dos calabozos que abríamos y cerrábamos con los cordones y alambres que escondíamos entre la tierra del suelo. Introducíamos el cordón ensartado por un alambre con punta en forma de U por la ranura entre la puerta y la pared, pero por encima de la barra que servía de tranca. Con la curva del alambre, lográbamos que el cordón envolviera esta barra que caía sobre una abrazadera incrustada en la pared exterior, lo que impedía que la puerta se abriera. Luego, con otro alambre de punta similar pero con la U más pequeña, ensartábamos el cordón y lo entrábamos de nuevo por la ranura, de tal forma que quedaban las dos puntas del cordón por dentro, pero envolviendo la barra. Lo demás, era cuestión de levantar esta desde adentro con el simple ejercicio de halar el cordón hacia arriba hasta sacarla de la abrazadera y empujar la puerta que cedía sin problemas a nuestro ábrete sésamo.
Prendí las astillas mientras hablaba con Carmona por el orificio de la pared hasta el cual, de vez en cuando, acercaba la llama para iluminar su rostro con un minúsculo rayo.
“Hermano, yo también quiero luz” dijo la voz al otro lado.
“Prenda algo”, le dije acomodando una tabla detrás de mi espalda, pues estaba sentado.
“Yo tengo aquí un gorro” me dijo.
“Préndalo”, aconsejé pasándole los fósforos. Acto seguido, escuché el chasquido y vi salir la luz por el hueco, lo que también pasaba con el calabozo de Montes, pues cada celda contaba con sendos huecos para la comunicación.
“Esto está muy bueno”, comentamos. Durante breves momentos disfrutamos un poco de luz sin percatarnos del error, hasta cuando la alegría se disipó con la misma velocidad con que el aire y los pulmones se llenaron de humo. El miedo del encierro creció de súbito para convertirse en un tormento. Hoy me parece mentira la prontitud con que cambió todo. El terror no permite pensar, todo se complica.
“¡Apague eso!” grité asustado e hice lo propio con mis astillas, pero aquello fue un paño tibio porque en la oscuridad el gorro soltaba humo en cantidades y los reducidos cuartos, casi herméticos para cumplir su cometido de aislamiento, se saturaron de aire irrespirable. Como loco, intenté encontrar mis alambres y los cordones en medio de la oscuridad espesa, pero la desesperación era tal que me revolvía sin resultados entre mis lamentos y la tierra humedecida por mis lágrimas, el sudor y la babaza que expelía mi impotencia. A lo lejos oía la voz desesperada de Carmona, sus puños golpeando la puerta, los gritos de Montes y sus intentos fallidos al estrellarse contra las paredes. El ahogo atenazaba mis pulmones, la mente poco a poco dejaba de comprender qué pasaba y pronto dejé de oír la tos y los gritos de la celda vecina.
¿Cuánto duró aquello? No lo sé. Estaba tendido sobre el piso, con la cara pegada a la tierra cerca de la ranura en busca de oxígeno, cuando sentí el ruido metálico de una barra al caer. Montes logró salir y de inmediato abrió la puerta de mi celda. Entonces mis ojos llenos de lágrimas y miedo, mi cuerpo sacudido por la asfixia, embarrado y sudoroso y mi alma que alcanzó a recordar antiguos pecados, se zambulleron en el mar de oxígeno que me ofreció el patio. A continuación, me quité la camisa y se la pasé a Carmona por el hueco.
“¡Saque el gorro hermano!”, grité “¡y agite la camisa para que salga el humo!”. No se oyó respuesta al momento, pero vimos para descanso que el humo salía por todas las aberturas del calabozo con la fuerza de la desesperación, aunque el gorro no aparecía por ningún lado. Lo busqué entonces y lo encontré humeante en mi celda. Lo tomé con rabia, lo pisé, lo maldije y como no dejaba de humear lo metí entre la taza del baño situada en el patio donde recibíamos una hora de sol cuando nos la daban, comprendiendo que en su desespero, Carmona lo había sacado de su celda para la mía, mucho antes que se lo dijera. Pura ley de supervivencia. Unos momentos después, el ritmo frenético de la celda cerrada descendió hasta ser un profundo silencio. El miedo estaba presente, la duda de lo sucedido en la celda tres era grande y atormentaba más que nuestra tos, más que el jadeo y nuestra necesidad, ahora menor, de aire.
“¿Carmona?… ¡Carmona!” lo llamamos varias veces sin obtener respuesta, pero poco a poco el cansancio nos agobió de tal manera que no supimos cuándo nos dormimos. El frío de la madrugada nos recordó la urgente necesidad de encerrarnos antes que el Suboficial de Administración descubriera que estábamos por fuera.
“¡Carmona! ¡Carmona!”, gritamos… Nos respondió el silencio.
“¡Carmona!”. Los ojos, enrojecidos de Montes me miraron con expresión de dolor que únicamente yo podía entender. ¿Cómo nos dormimos sin ayudarlo?
“Hermanito, qué susto tan malparido” susurró al fin la voz desde el interior. Sonreímos satisfechos. Cada uno a continuación, sin la premura asfixiante de la noche, encontró sus cordones, sus alambres y después de encerrarnos comenzamos a reírnos de la reciente y terrible experiencia. Han pasado muchos años, pero todavía recuerdo con algo de pavor aquellas horas.
Enrique Álvaro González