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ENTRE LA FALTA DE PUNTUALIDAD Y LA AGRESIÓN AUDITIVA QUEDAMOS MUY MAL

20 mayo 2025 8:12 pm
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Hay ciertos comportamientos que, por cotidianos, parecen haber perdido su gravedad en nuestra vida social. Sin embargo, son síntomas profundos de un deterioro cultural que va más allá de simples costumbres. Me refiero a dos actitudes cada vez más frecuentes y alarmantes: la falta de puntualidad como norma social, y la escandalosa costumbre de ver vídeos o escuchar audios a alto volumen, en espacios públicos. Ambas nos retratan muy mal.

Llegar tarde se ha vuelto una especie de “marca nacional”, y no precisamente una virtud. Reuniones que empiezan 30 o incluso 60 minutos después de la hora anunciada, conciertos que desconsideran a los asistentes puntuales, funcionarios públicos que atienden cuando les provoca, e incluso celebraciones religiosas que se adaptan a quienes llegan tarde, son apenas algunos ejemplos. Esta tolerancia —casi admiración— hacia la impuntualidad habla de una cultura que desprecia el tiempo ajeno y perpetúa el irrespeto como norma. Y lo que es peor: se ha llegado al extremo de mirar con desdén al puntual, como si fuera ingenuo o exagerado, cuando en realidad es quien aún defiende una ética mínima de convivencia.

Pero hay un nuevo símbolo de desconexión, grosería y agresión en auge: la reproducción de vídeos o audios a todo volumen en lugares públicos. Basta visitar un restaurante familiar, abordar un bus intermunicipal, volar en una línea comercial, sentarse en una sala de espera o incluso entrar a una iglesia para encontrar a alguien que, sin el menor recato, impone su contenido —sea una serie, un reguetón o una pelea en TikTok— al resto de los presentes. Lo que en cualquier sociedad civilizada se consideraría una falta gravísima de respeto, aquí se normaliza, se tolera o se ignora con resignación. Ni que decir de las parejas que en una mesa de un Restaurante deciden compartir su momento a través de una videollamada con otra pareja de amigos, a todo volumen y con un vocabulario cuestionable. El Restaurante entero debe compartir los malos chistes, los espeluznantes chismes y el catálogo completo de expresiones vulgares. 

Ambas conductas, aunque distintas en su forma, comparten una raíz común: el egoísmo. El egoísmo del que cree que su tiempo vale más que el de los demás, y el del que supone que su entretenimiento tiene derecho a ocupar el espacio auditivo de todos. Y detrás de ese egoísmo hay, además, una dosis preocupante de ignorancia: no se trata solo de mala educación, sino de la ausencia de un mínimo de sensibilidad cívica, de conciencia sobre el otro, de respeto a la convivencia. Son actitudes que gritan “yo primero” en una sociedad que necesita urgentemente más “nosotros”.

Estas prácticas no son triviales. Erosiona la confianza colectiva, dificulta la vida en común y multiplica la frustración. Una comunidad en la que el respeto básico por el tiempo y el espacio común ha sido reemplazado por la ley del más desconsiderado, es una sociedad que ha perdido referentes éticos fundamentales. Y lo más doloroso: estas actitudes se aprenden y se replican. El niño que crece viendo a su padre llegar tarde a todo, o a su madre imponiendo su celular en la mesa del restaurante, crecerá creyendo que así se vive en sociedad.

¿Existen modelos distintos? Sí, y muchos. En Japón, por ejemplo, un tren que se retrasa dos minutos genera una disculpa pública. La puntualidad es no solo parte del civismo, sino un acto de respeto sagrado hacia el otro. En Suiza, la cultura del tiempo es tan estricta que una reunión empieza exactamente a la hora programada, ni un minuto antes ni un minuto después, y hablar en voz alta en espacios compartidos es visto como un signo de incultura. En Alemania, no solo se espera el silencio en los vagones de tren o en los parques, sino que se protege con firmeza. Y todo esto no porque haya cámaras o policías detrás, sino porque la ciudadanía lo ha interiorizado: el respeto al otro es la base de la convivencia.

¿Y por qué no podríamos aspirar a lo mismo? ¿Por qué resignarnos a vivir entre la impuntualidad como hábito y el ruido como castigo? La transformación empieza en lo pequeño: llegar a tiempo, usar audífonos, moderar el volumen, pedir permiso, decir “gracias” y “por favor”. No se trata solo de buena educación, sino de civilización. De asumir que no estamos solos, que coexistimos, que hay derechos pero también deberes, y que el respeto es el cemento invisible que sostiene a las sociedades que progresan.

Mientras sigamos justificando lo inaceptable, seguiremos quedando muy mal. Pero si asumimos el reto de corregir lo cotidiano, de elevar la vara del comportamiento público y de exigirnos más, aún estamos a tiempo de cambiar. Porque de los detalles —como el silencio respetuoso o la puntualidad honesta— también se construyen los países más admirables.

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