Una sombra blanca sobresalió entre las brumas de lo que ellos llamaban el estrado para leer en voz alta la sentencia. Desde mi banquillo de acusado, percibí el olor a lavanda mezclado con el sudor de sus secuaces, o funcionarios, quienes permanecían alerta a mis movimientos, a mis palabras, incluso a mi forma de mirar. La voz salió como de un tarro:
“¡El juez de este Despacho en representación de la ley, lo ha encontrado culpable!”.
Era casi un suspiro, pues hablaba con pereza rutinaria, fatigado, igual que me sonarían las demás voces en adelante.
“¡Por todo lo anterior” continuó “pagarás cinco años a la sombra!”.
Qué ironía. Para mí, las sombras eran ellos con sus voces disonantes y sus libros de leyes arcaicas con las que me destruían. Sombras amorfas que me devoraban. Sentí frío, miedo, lo que sentí fue tan interno que no se puede describir. Yo sabía que el muro existía. Todos en la ciudad sabemos que, como en cualquier casa de jabonero, si no se cae no quiere decir que no se pueda resbalar. Quienes llegamos al muro por primera vez, descubrimos que seguirá existiendo y los que empezamos a morir somos nosotros, despacio pero a diario. Está situado en las afueras, tan alto como para que no podamos ignorarlo. En la mitad de la pared frontal hay una gran puerta de rejas anunciando las que abundan en las divisiones internas. Desde afuera se aprecian en lo alto talladas por el sol, las sombras azules en su paseo repetitivo con las armas al hombro. Adentro se aprende a distinguirlos unos de otros; se aprende que una sombra blanca manda sobre todos, incluidos nosotros, claro está. Las negras son los mandos medios y las azules son las responsables de que se cumpla lo que ordenan los otros dos.
Como ya dije, el muro se ve desde cualquier punto de la ciudad, por eso mientras los hombres verdes me ataron las manos a la espalda, me obsequiaron algunas patadas e insultos y después, con el pregón estudiado del cumplimiento del deber me subieron a un vehículo donde intenté explicarles la situación. Yo no era corruptor de menores. La niña vendía su cuerpo como tantas otras de su edad, para poder comer y sobrevivir. Yo le daba esa posibilidad con creces, le pagaba bien, pero ellos no me creyeron. El carro tomó la calle y a lo lejos comencé a ver desesperado cómo el muro se acercaba para devorarme.
Por fin llegamos. Las sombras arriba en su paseo habitual. Abajo, otras me esperaron en la gran reja de entrada y cuando estuve frente a ellas, los hombres verdes desaparecieron. Al observarlas descubrí que eran seres especiales. Uno de sus brazos es de madera, el otro proyecta un rayo de luz a su acomodo, la piel de sus extremidades inferiores es de res y el rostro no tiene expresión alguna, puesto que se pierde en la oscuridad de sus capuchas azules. Me llevaron de un sitio a otro, me tomaron fotos, me hicieron desvestir, luego vestir, pintaron mis manos sobre unos papeles y al final una sombra me condujo por entre pasillos y paredes blancas hasta otra reja enorme que es la entrada a los pabellones. Esta se abrió y otra sombra que a partir de ese momento me vigilaría todo el tiempo, me recibió, me interrogó y terminó de mostrarme el lodazal donde pasaría cinco años de mi vida.
Sumergido en barro hasta el cuello, otros hombres se acercaron a mirarme como bicho diferente: Unos, con recelo, eran quienes permanecían sobre rocas donde el lodo era menos presente. Otros, curiosos, burlones, con ojos que preguntaban todo, me hablaron. Eran distintos unos de otros, pero su similitud era el fango que los impregnaba en su totalidad. Fango maloliente, aire irrespirable, compañía indeseable. Intenté correr, largarme de allí, pero aunque logré moverme un poco no fue mucho porque la putrefacción que me rodeaba era insoportable hasta el punto de que mi desespero y agotamiento alimentó el morbo de todos quienes me miraban. Fue entonces, cuando oí su voz:
“Cálmese” me dijo “Para caminar aquí, debe aprender primero. Por unos cigarrillos, le enseño”.
Desde ese momento, Camilo se convirtió en mi amigo. Me enseñó a caminar entre el barro, a diferenciar miradas y a leer en ellas, a descifrar ese idioma mudo que se emplea detrás del muro y cuyas palabras son los movimientos y gestos, o ese otro donde una palabra no es lo que aparenta, sino algo muy distinto. Aprendí a esconder armas, a procurarme los sitios donde no hay tanto lodo. Adquirí la mirada recelosa y en fin, que gracias a Camilo, me convertí en experto hombre del barro.
Los meses fueron lentos, como todo, detrás del muro. A veces mi amigo se acercaba socarrón, se limpiaba el fango de la cara y su voz excitada me decía:
“Entonces qué… ¿Tiene plata para que viajemos?”. Yo lo miraba, terminaba por limpiarle el rostro e incapaz de negarme, le daba para comprar dos porciones de humo con las que viajábamos donde nos diera la gana. Tal vez por eso nació esto que al principio rechacé, pero que al final acepté porque su presencia era necesaria para subsistir. Tuve que pelear tantas veces conmigo para descifrar lo que sentía, que la duda y el vicio hicieron de mí una piltrafa que con el humo viajaba a lo que para mí era un oasis, pero que para Camilo se convirtió en obsesión. Lo vi convertirse también en un andrajo de hombre, le vi hundirse más en el lodo cada día, le vi ser castigado por el inmisericorde brazo de madera de las sombras y lo peor, supe que las deudas por humo eran excesivas. Un día me recomendó al entregarme unos trozos afilados de metal:
“-Ya sabe cómo esconderlos. En cualquier momento los necesitaremos”.
Los recibí sin preguntar por qué. Yo conocía los “jíbaros” y sus procedimientos desde cuando vi matar a Policarpo, cuya muerte me impresionó mucho, no por la forma como lo mataron, sino porque descubrí que al vivir mucho tiempo entre el fango del presidio, el hombre se vuelve parte del medio. De las heridas de ese muerto, no manaba sangre, brotaba una sustancia viscosa con olor a podrido y el mismo color del barro que anegaba el patio.
Me dediqué a esperar el momento en que habría de usar el arma y el día llegó, más no la oportunidad de defenderlo. A pesar de estar en uno de los sitios donde el lodo es menos inmundo, no pude salvarle la vida porque ellos se las ingenian para hacer sus cosas. Estaba sentado en una piedra cuando sentí el aviso en el corazón y comprendí que lo estaban matando. Me arrojé al barrizal en busca del arma y con ella en la mano empecé a buscarlo en todos lados, en todos los ojos, que por algo sabía leerlos, hasta que supe que estaba en los baños.
Cuando lo encontré, retazos de su vida salían por las heridas. Quise agarrarla para que no se fuera, pero si tapaba una herida, el alma de mi amigo se escapaba por otra, hasta cuando la última gota quedó confundida con el barro del baño. Con rabia busqué en sus ojos al culpable, pero los ojos de Camilo ya no hablaban, permanecían abiertos sin expresión y de su boca chorreaba una baba espesa. Iracundo, salí dispuesto a terminar con los vendedores de humo, pero las sombras me interceptaron con sus rayos de luz, sus brazos de madera y los enfrenté más por locura que por odio. Los atacaba sin alcanzar a ninguno pero recibí a cambio una garrotiza que me tiene hoy, siete días después, inmóvil en este hospital, a solas con el recuerdo.
Parece mentira que todo esto haya pasado y que yo haya conocido la pestilencia que hay detrás del muro de las sombras. Parece mentira que aunque regrese al muro a tan solo quince días de mi libertad, el hedor y el barro de sus pabellones, no pueda despegarlos de mí jamás.