Estamos en tiempos de cambios profundos en el mundo, de transformaciones de nuestras formas de entender el poder, la administración estatal e incluso del tipo de moral colectiva que hasta la actualidad imperaba nuestras relaciones sociales, esa que nos dicta los criterios para decidir que es “bueno” y que “malo”. Este cambio está llegando de la mano con la irrupción de discursos y posiciones a nivel mundial que confrontan estos consensos que hasta hoy están incluso insertos en nuestros órdenes políticos, aunque quien sabe por cuánto tiempo.
Temas como las políticas de inclusión y el reconocimiento de derechos a minorías étnicas, sexuales, etc, el respeto irrestricto por el debido proceso y la separación de poderes, incluso los principios clásicos de la diplomacia, entre otros, están siendo discutidos como nunca antes, todo de la mano con unas innovaciones comunicacionales nunca antes vistas por la humanidad, las cuales facilitan que estos cuestionamientos se articulen globalmente.
En nuestro país el orden constitucional actual se concibió muy de la mano con lo que se podría entender canónicamente como unos “principios republicanos”, siendo además acorde con lo que estos venían estableciendo como derrotero moral al inicio de los años 90 del siglo XX. Una impronta liberal combinada con, al menos en el papel, la garantía de derechos como camino necesario para cualquier política pública, esto de la mano con el reconocimiento de derechos colectivos a grupos sociales sistemáticamente excluidos en órdenes previos.
Tal lo anterior, en ese momento se entendió que al Estado le compete la responsabilidad de salvaguardar la diversidad cultural de la nación, esto bajo los principios morales de una sociedad que para el momento consideraba que era este el camino correcto, en una tendencia que a su vez era global. El resurgimiento de las identidades étnicas como banderas políticas, respondió a la caída de bloque soviético y a la dicotomía capitalismo-comunismo, que invisibilizó en el mundo por décadas otros reclamos identitarios.
El mundo que nos dejó la posguerra fría dio inicio a un boom del debate sobre la diversidad étnica en el mundo, con las políticas públicas en Colombia orientándose en ese sentido a corregir siglos de omisiones y desconocimientos, los cuales se reconoció habían profundizado las desigualdades sociales de los grupos étnicos en el país. La sociedad le abrogó pues al Estado, con el pacto constitucional de 1991, la responsabilidad de cambiar estos tipos de relacionamiento y propiciar condiciones para el mejoramiento de las mismas, reconociendo una diversidad cultural de por medio.
Ahora que corremos la tercera década de este siglo, estos consensos que, entre otras, dieron origen a nuestra constitución política actual, se están viendo cuestionados como nunca antes, teniendo el debate público a nivel global una cada vez mayor simpatía por las voces que directamente quieren quitarle este tipo de roles a los Estados, así como también cualquier otro rol que no se oriente exclusivamente a facilitar las relaciones de mercado o a la defensa del mismo.
Así mismo, los discursos racializados, los que apelan a la xenofobia o al nacionalismo, están también ganando cada vez mas espacio en las pugnas políticas de muchos países democráticos, conflictuando esto con los principios mismos del multiculturalismo que sostienen discursos como los de las políticas étnicas en general.
En Colombia el debate ya se está dando, lo que seguramente llevará a que se quiera incluso revisar como se ha venido llevando hasta ahora en el país la política étnica. Es que la mirada global está cambiando y estos enfoques, al ir ganando espacio en el debate nacional, empiezan a presentar retos para los pueblos indígenas, quienes en gran medida requieren de un accionar estatal para garantizar la seguridad de sus territorios. Uno de los principales riesgos radica en que al reducir la intervención del Estado, se puedan debilitar las políticas y leyes que protegen los derechos colectivos, esto puede traducirse en una menor protección de sus territorios frente a la explotación económica, como la minería, la agricultura intensiva o la construcción de infraestructura.
Otro riesgo es el que las desigualdades contra las que se venía luchando pueden volver a profundizarse. Los pueblos indígenas, que ya enfrentan desafíos históricos como la pobreza, la discriminación y la exclusión social, podrían verse aún más marginados si las políticas públicas que garantizan sus derechos se ven debilitadas o eliminadas.
En este sentido, el panorama en el mediano plazo se ve complicado ya que muchas de las iniciativas que hacia esto apuntaban venían apoyadas por mecanismos de cooperación internacional que suplían muchas de las ausencias que ya el Estado presentaba en este sentido, las cuales desde este año dejaron de existir por, justamente, este cambio de paradigma político, que lleva a presidentes como Donald Trump o replantear toda la estrategia de cooperación internacional de su país, dejando sin fondos muchos proyectos dirigidos a comunidades étnicas en el país.
El panorama es incierto en este momento. El modelo de nación que el mundo occidental tenía, y sobre el cual nos apoyábamos cómodamente, está haciendo agua. Hay nuevas formas de organizarnos, ciertamente con una revitalización de la desconfianza hacia la diversidad, y nuestras instituciones tendrán que ver hacia donde apuntan en este embate que les está llegando.