Colombia, una vez más, se encamina hacia unas elecciones presidenciales en medio del ruido ensordecedor de precandidatos, alianzas frágiles, propuestas improvisadas y campañas mediáticas que intentan capturar la atención de una ciudadanía hastiada, pero esperanzada. Mientras los reflectores están puestos sobre quién sucederá al actual Presidente, poco o nada se habla de una elección que, en términos estructurales y de impacto sobre el rumbo institucional del país, es aún más decisiva: la elección del Congreso de la República.
La historia reciente ha demostrado que buena parte de la tragedia de corrupción y captura institucional que padecemos tiene raíces profundas en la forma como se elige el Congreso. Las campañas al Senado y la Cámara son, en muchos casos, verdaderas industrias clientelistas que se alimentan de estructuras paralelas de financiación ilegal, contratación pública, favores políticos y, en algunos casos, de la connivencia con economías ilegales. No es extraño, entonces, que el acceso a una curul cueste a un candidato honesto e independiente varios miles de millones de pesos, una cifra inalcanzable sin el respaldo de maquinarias o alianzas cuestionables.
Y aun así, seguimos enfocando toda nuestra energía en el debate presidencial, como si de allí dependiera la salvación o el colapso de la República. Pero, ¿de qué sirve elegir un buen Presidente, si el Congreso permanece cooptado por intereses mezquinos, ajenos al bien común, que manipulan, distorsionan o pervierten cualquier intento de reforma estructural de impacto social positivo, privilegiando intereses personales?
La desconexión ciudadana con el Congreso también es alarmante. Buena parte del electorado no sabe por quién vota al momento de elegir Senado y Cámara. Las listas abiertas fomentan una competencia fratricida dentro de los partidos, donde gana quien más plata tenga para visibilizar su rostro y su número. Es una feria del gasto y la publicidad, no de ideas ni de propuestas. Es un campo fértil para la corrupción, para las promesas imposibles, para la compra de votos y para la desinstitucionalización de los partidos.
En mi concepto, una de las formas más efectivas de comenzar a frenar esta danza de millones es apostarle, con decisión y sin rodeos, a las listas cerradas. Listas donde los partidos respondan colectivamente por sus candidatos, donde haya verdadera deliberación interna, donde los liderazgos se forjen por méritos y no por capacidad de autofinanciarse una campaña. Las listas cerradas obligan a los partidos a tener coherencia ideológica, responsabilidad frente al electorado y transparencia en su estructura interna.
Ya hemos tenido ejemplos concretos en Colombia de lo que una lista cerrada puede generar. Basta recordar los resultados de 2006, cuando el entonces recién fundado Partido de la U obtuvo la mayor votación del Congreso a través de lista cerrada, lo que le permitió consolidarse rápidamente como una fuerza política con agenda clara, aunque luego sus problemas internos erosionaran esa fortaleza. También lo vivió el Polo Democrático Alternativo, que en ese mismo año fortaleció su identidad ideológica con una lista cerrada que reflejaba coherencia programática. Igualmente el Centro Democrático en el 2014. Más recientemente, en 2018, la Lista de la Decencia —también cerrada— logró elegir congresistas de manera eficiente y con costos moderados.
Sin embargo, para que el modelo de listas cerradas funcione verdaderamente como un motor de renovación democrática, se requiere algo más: una rígida disciplina de partidos. No puede ser que un congresista elegido en lista cerrada, que llega al Capitolio gracias al respaldo colectivo de un proyecto político, luego actúe como un francotirador independiente, promoviendo agendas personales, negociando su voto o desfigurando los principios ideológicos con los que fue elegido.
Los partidos deben recuperar su rol como verdaderas plataformas de representación ciudadana, no como vehículos electorales pasajeros. Esto implica que quien traicione el programa, la disciplina, los valores o la coherencia del partido, debe ser excluido sin ambigüedades. No como castigo autoritario, sino como medida de integridad institucional. Si no se garantiza que quienes acceden a una curul lo hacen como parte de un proyecto colectivo con responsabilidades políticas, no habrá reforma electoral que nos salve del caos y la inercia.
Colombia necesita, con urgencia, que abramos los ojos frente a esta elección crucial. Que dejemos de mirar al Congreso como un apéndice secundario del sistema político. Que entendamos que buena parte de lo que somos —y de lo que podríamos llegar a ser— pasa por quienes ocupan esas curules. Si no hay un Congreso digno, independiente, preparado y verdaderamente representativo, no hay democracia que se sostenga.
La verdadera elección del 2026 no es solo la del Presidente. Es, sobre todo, la del Congreso. Y nos estamos quedando, otra vez, dormidos frente al momento de actuar.