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Jugando con fuego

6 mayo 2025 9:41 pm
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Por estos días, Colombia parece un país anestesiado. El desfile incesante de escándalos que rodean al Gobierno Nacional —desde las denuncias por corrupción hasta la manipulación de organismos del Estado— ha dejado de generar indignación. Como si fuera parte del paisaje. Como si nos hubiéramos resignado a vivir en medio del fuego, mientras se nos queman la democracia, la ética pública y la confianza en las instituciones.

Pero el problema no es solo del Gobierno. Lo verdaderamente alarmante es la pasividad —cuando no la complicidad— de muchos actores que, por mandato constitucional y moral, deberían ser garantes del equilibrio institucional. El Congreso, en buena parte cooptado o domesticado; la justicia, atrapada entre la presión política y su propia lentitud; los organismos de control, distraídos o intervenidos; los gremios económicos, temerosamente mudos; y muchos medios de comunicación cada vez más fragmentados y, en ocasiones, serviles. La institucionalidad colombiana, lejos de reaccionar con la firmeza que exige el momento, parece sumida en una especie de trance colectivo.

Mientras tanto, la oposición no ha estado a la altura del desafío histórico. Dividida entre egos, cálculos electorales y torpezas estratégicas, ha perdido la posibilidad de construir una alternativa seria y esperanzadora. En lugar de ofrecer una visión de país, muchos líderes opositores siguen atrapados en la lógica de la denuncia sin propuesta, del escándalo sin ruta, de la reacción sin liderazgo. Así, se debilita cualquier posibilidad de corregir el rumbo por la vía democrática, institucional y pacífica.

Y al fondo, una ciudadanía fragmentada, confundida, muchas veces indiferente. Algunos aún se aferran a la esperanza de que “todo va a mejorar”, otros simplemente han dejado de creer en la política como herramienta de transformación. La ignorancia, alimentada por la desinformación y la manipulación digital, se mezcla con la negación de una realidad que nos grita a la cara que estamos en peligro. Grave peligro. Impresionantes las entrevistas a los integrantes de la Minga que viajó a Bogotá “para apoyar al Presidente” que manifestaron mayoritariamente no saber para que los habían llevado a Bogotá, desconocer la problemática de la reforma de la salud o la laboral. Más impresionante aún, haber conocido que extendieron su permanencia en Bogotá para reclamarle al Gobierno Nacional el incumplimiento de las promesas que les habían hecho. Y toda esta grotesca realidad pareciera pasar por la ciudadanía “como si nada”.

Esta combinación —gobierno irresponsable, instituciones complacientes, oposición errática y pueblo desorientado— constituye la tormenta perfecta. Estamos jugando con fuego. Y el fuego, cuando se descontrola, no pregunta por colores políticos ni por clases sociales: arrasa con todo.

No sería la primera vez que una nación se precipita por este abismo. En los años 30, la República de Weimar en Alemania se vio envuelta en una espiral de inestabilidad política, descrédito institucional, polarización extrema y desinformación. La democracia colapsó, no por un golpe inmediato, sino por la erosión progresiva de las instituciones, la complacencia de sus élites y el extravío de sus ciudadanos. El resultado fue la llegada de Hitler al poder por vía electoral y la tragedia que le siguió.

Más cerca en el tiempo, Turquía en la década de 2010 experimentó cómo un sistema democrático podía deteriorarse desde dentro. La concentración de poder en la figura del presidente Erdogan, el control progresivo sobre los medios, el sistema judicial y la oposición política, fue posible por una mezcla de desconfianza ciudadana en la política tradicional, apatía colectiva y silencios cómplices. Hoy, Turquía es una democracia formal, pero con prácticas autoritarias que la alejan de los estándares liberales.

Y en América Latina, sin ir a los casos extremos, Brasil vivió años de profunda división, escándalos de corrupción que deslegitimaron tanto al oficialismo como a la oposición, y una ciudadanía hastiada. El resultado fue una radicalización del discurso público y la llegada al poder de líderes que, más que unir, profundizaron la fractura. Las instituciones resistieron, pero quedaron debilitadas. Premeditadamente dejo de mencionar a Venezuela porque ese espejo, el más dramático y cercano, la ciudadanía colombiana decidió ignorarlo, catalogarlo de “instrumento electoral de la derecha” y convencerse que es una mentira montada por oscuros intereses colombianos. Se ha dejado de ver, a propósito, los miles de caminantes – mujeres, niños y adultos – que continúan recorriendo las carreteras nacionales huyéndole al “exitoso cambio social venezolano”.

Los ejemplos abundan: Hungría bajo Orbán, Nicaragua antes de su caída libre, Polonia con sus recientes tensiones constitucionales. Sociedades que, sin una dictadura aparente, comenzaron a desdibujar su democracia por exceso de complacencia, por tibieza ante los abusos, por el letargo de sus liderazgos, y por una ciudadanía adormecida.

Es hora de despertar. De exigir rendición de cuentas, de defender la independencia de las instituciones, de castigar en las urnas a quienes traicionan el bien común. Es hora de que los ciudadanos se informen, se organicen, se movilicen. Que los líderes den un paso al frente con decencia, visión y coraje. Porque si no actuamos ya, no será el fuego el que nos destruya: será nuestra cobardía. Ya hay propuestas concretas sobre la mesa.

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