Los sociólogos, los sicólogos, los gobernantes y los filósofos se preguntan por qué razón los seres humanos, tan divinos, tan evolucionados, somos un desastre social. Nadie encuentra la respuesta, aunque la hemos buscado en el mito, en la ciencia y en la interfase mito-ciencia: fracasamos en lo social porque somos un monstruo, un engendro ángel-simio que no termina de acomodarse en el mundo. Al ángel la tierra le queda estrecha, y al simio el cielo le resulta muy alto.
Cioran propone dos respuestas. La primera viene del mito, de la tensión Paraíso-mundo. Dios quiso sobornar a Adán y Eva con el Paraíso, pero Eva era ambiciosa y eligió el mundo: prefirió el trabajo sobre la vida muelle, el erotismo sobre la inocencia, el conocimiento a la ignorancia… y el hombre se abismó en el drama para siempre.
La segunda explicación de Cioran es sicológica: una criatura aventurera como el hombre no puede morir en la cama. Tiende fatalmente a la acción. (Cioran pensaba en la bomba atómica. Hoy podemos agregar otra opción, el apocalipsis climático).
Mirando el problema desde la ciencia encontramos la tensión tierra-agua: la vida empezó en el agua. Luego la naturaleza inventó el huevo, una incubadora portátil, y los animales marinos conquistaron la tierra. Algunos convirtieron sus escamas en pelo, como incitando caricias. Otros las volvieron plumas y alzaron el vuelo. Algunos nostálgicos –como los reptiles, los batracios y otros románticos– vuelven al agua de tarde en tarde.
Podemos hablar bellezas de la riqueza natural que significó la conquista de la tierra por nuestros abuelos acuáticos, pero es obvio que la vida fue mucho más pesada desde entonces.
Para completar, tuvimos la vanidad de contonearnos como bípedos. Quizá nos erguimos para oler las estrellas, o amedrentar a los rivales, o vigilar el entorno porque somos una criatura nerviosa, pero lo cierto es que nuestra columna de cuadrúpedo nunca se adaptó bien a la vertical y el lumbago nos lo recuerda todos los santos días.
La mujer se ha erguido dos veces, primero como homínida y luego como diva de tacones y plataformas. Es por esto que su espalda presenta más dolencias que la del varón.
Los neurocientíficos dicen que somos bipolares o esquizoides porque tenemos dos cerebros. Somos gregarios y sentimentales como nos lo ordena nuestro cerebro mamífero, pero arrastramos los fatales impulsos predadores que nos dicta nuestro primer cerebro, el reptiliano, el oscuro huevo de nuestro cerebro mamífero.
En suma, el sino del ser humano es el exilio. Ayer fue arrojado del Paraíso. Antes, sus antepasados acuáticos habían abandonado la grata levedad del agua. El drama se repite cada que un bebé es arrojado de la placidez del útero, ese mundo color naranja, y vuelve a repetirse cuando nos arrojan de la infancia –inocencia y juego– a los vórtices de la adolescencia y a la grave seriedad de la madurez.
El paso de nómada a sedentario también fue una ruptura crítica. Mató al aventurero que siempre fuimos, incubó la agricultura, una peste ambiental, y de los surcos brotó la ciudad, perímetro de leyes y trampas. También, hay que reconocerlo, de fuentes y jardines, de bares y teatros.
Habría que agregar, como vectores modernos de perturbación y catálisis, la publicidad, esa angustia, y las pantallas, fascinantes formas del fuego.
Es claro que una criatura hecha para vivir en el Paraíso no tiene mucho futuro acá abajo, cerca del infierno. Con todo, una persona sensata no querrá regresar al Paraíso. Algo en nuestro ser agradece el dolor. Filosofamos porque vamos a morir, dijo un mortal.
Sí, somos un fracaso social, pero es claro que estaríamos peor en la armonía zombi del Paraíso. Sería como vivir en «un océano de mermelada sagrada». O en Instagram.
Hoy sabemos que estamos solos, sin dioses y sin destino, por fortuna. Es probable que hayan existido dioses pero fueron demasiado distinguidos como para ocuparse del hombre, ese boceto de ángel. También sabemos que la evolución no tiene un norte, que solo la rige el azar. A pesar de tanta improvisación teológica o natural, tenemos suerte. Todos estos accidentes –los caprichos de los dioses y las tensiones evolutivas aquí enumeradas– nos salvaron del cielo, del nirvana y de tantos narcóticos que nos ofrecen los profetas de la felicidad perfecta y del éxito, porque ya es claro que “nada fracasa tanto como el éxito”.