Colombia atraviesa una preocupante oleada de violencia dirigida contra su fuerza pública. En apenas unas semanas, soldados y policías han sido brutalmente asesinados por estructuras criminales, mediante el denominado “plan pistola”, una macabra modalidad de crimen realizada por integrantes del Clan del Golfo y disidencias de las FARC. Estos actos, lejos de constituir enfrentamientos armados, son ataques terroristas cobardes, mediante emboscadas, disparos por la espalda y atentados contra uniformados inermes, muchos de ellos en sus días de descanso o en sus propias viviendas, en hechos ocurridos frente a sus propias familias.
El alcance de estos hechos, se agrava aún más cuando observamos la pasividad del Estado, que ha sido incapaz de anticiparse o de reaccionar con contundencia, sino que ha tomado decisiones que incrementan la vulnerabilidad. A ello se suma una drástica reducción presupuestal en seguridad y defensa, que afecta la dotación, el mantenimiento y el equipamiento operativo, además de las instrucciones impartidas por decreto, para evitar operaciones ofensivas por parte de nuestras fuerzas armadas, y un silencio oficial preocupante frente al asesinato de nuestros uniformados.
Mientras las estructuras criminales avanzan en su estrategia de terror, el gobierno nacional persiste en una narrativa que solo evade su responsabilidad constitucional y desatiende el deber elemental de garantizar la vida, honra y bienes, así como la de la seguridad de los ciudadanos. La ausencia de pronunciamientos claros y solidarios tras cada atentado refleja no solo indolencia, sino una profunda desconexión con el sentir del país.
Sin embargo, en medio de esta crisis, han emergido ejemplos que revitalizan el valor de la vocación de servicio. Dos patrulleras en Antioquia, aun en pijama y fuera de servicio, enfrentaron a sus agresores para proteger a sus compañeros y a la comunidad. Este tipo de acciones, espontáneas pero valientes, son un verdadero reflejo de lo que significa servir con honor.
El ministro de defensa, los comandantes de fuerza, así como el director de la Policía, hacen esfuerzos notables por sostener la moral de sus hombres y mujeres a través de sus canales internos. Este aislamiento institucional evidencia que, hoy más que nunca, la seguridad del país descansa sobre el compromiso moral de quienes están en el terreno, y no sobre las decisiones del alto poder ejecutivo.
Colombia necesita gestos más decididos de solidaridad para con sus instituciones legítimas, como los que han demostrado Antioquia y Medellín, donde las autoridades han asumido una postura firme en defensa de la institucionalidad, reconociendo y respaldando la labor heroica de los integrantes de la fuerza pública.
Que estos ejemplos no sean la excepción, sino el referente. Es momento de unirnos, de actuar con responsabilidad, de exigir decisiones coherentes y valientes, y de brindar un respaldo sin titubeos a quienes arriesgan su vida por la nuestra. La recuperación de la seguridad es el primer paso para reconstruir una nación que, pese a las adversidades, aún merece ser protegida y defendida.
*Máster en Gestión de Riesgos. Especialista en Seguridad.