Nicolás Restrepo Jaramillo
Una vez más, como suele suceder en este país en el que mucho se promete pero poco se cumple por parte de los dirigentes políticos, tenemos en la capital de la república una movilización indígena de inmensas proporciones haciendo presencia bullosamente en instituciones públicas, así como también en la principal universidad del país, lugar en el que, a pesar de las novedosas quejas y alarmas que se están emitiendo desde algunos sectores políticos, desde siempre se les ha dado acogida.
En nuestras carreteras y ciudades cada cierto tiempo vemos a miles de indígenas movilizarse en mingas que recorren cientos de kilómetros. Vienen desde territorios que muchos en las ciudades apenas logran ubicar en el mapa, y traen consigo no solo pancartas o bastones de mando, sino también un rosario de promesas incumplidas.
Ahora, sin embargo, hay unos nuevos componentes en estas manifestaciones que deben tenerse en cuenta a la hora de someterlas a un análisis, ya que el contexto político del país, con un gobierno que en teoría “si los escucha” y el cual en tiempos electorales efectivamente fue apoyado por las dirigencias indígenas, plantea nuevas situaciones y mecanismos de movilización que responden a un relacionamiento diferente con las instituciones del Estado.
En muchas ocasiones en el pasado fui testigo de acciones de hecho por parte de comunidades indígenas, así como también de espacios de negociación política entre quienes se reconocían como rivales. Si bien al día de hoy la desconfianza de parte y parte se mantiene, la creciente integración de los liderazgos indígenas a las lógicas electorales, así como el entendimiento de las comunidades como fortines electorales que, ahora sí, favorecen a quienes actualmente detentan el poder político nacional, hacen que la movilización ya no solo sea en busca de la visibilidad o el derecho a existir, sino directamente los reclamos de unos “aliados” que llegan a exigir que se les reconozca su apoyo.
En regiones como el Cauca, Putumayo, La Guajira o la Sierra Nevada, las comunidades indígenas siguen esperando atención básica en salud, educación, seguridad y desarrollo digno, mientras enfrentan amenazas constantes de actores armados y proyectos extractivos. Todas estas situaciones persisten al día de hoy, y que haya un gobierno “del cambio” no las ha cambiado en absoluto, por lo que el sentimiento de desengaño actualmente puede llegar a ser aún mayor, eso a pesar de que todavía desde muchos liderazgos se guardan esperanzas.
En las comunidades indígenas hay desconcierto ante muchas promesas que pensaron que ahora si se iban a materializar, y es por ello que las formas de protestas actuales, que incluyen tomas de oficinas públicas, y restricciones más fuertes a la movilidad de funcionarios y contratistas, son motivadas justamente por ese sentimiento de no saber que pasa con un gobierno que en teoría si los iba a representar.
La Constitución de 1991 reconoció a Colombia como un país pluriétnico y multicultural, pero ese reconocimiento ha sido en gran medida simbólico. Las leyes están, pero la voluntad política escasea, y eso no tiene que ver con que tan a la izquierda o derecha este parado el gobierno.
A pesar de esta complejidad, que debería ser entendida a partir de un ejercicio mucho más detallado y profundo de las lógicas del poder y del gobierno en el país, los medios de comunicación siguen mal informando desde un sensacionalismo que poco ayuda a la comprensión de la población en general, llevando por el contrario a azuzar los sentimientos racistas másenquistados en la psique colectiva de nuestra nación.
En ese sentido, muchos medios regionales y nacionales repiten un patrón preocupante al reducir las mingas a problemas de movilidad, las vinculan sin pruebas a grupos armados, o las presentan como amenazas al orden público. Se enfocan en los bloqueos, pero no en las razones, en un tratamiento que no es casual ya que, como decía, responde a una forma de racismo estructural que minimiza la voz de los pueblos indígenas y los retrata como «otros», como obstáculos al supuesto progreso.
Desde nuestros pueblos y ciudades no estaría mal empezar a preguntarnos, al menos para empezar la reflexión propia ¿por qué nos incomoda más una vía cerrada que una comunidad entera sin agua potable? ¿Por qué nos molesta más un bloqueo temporal que los asesinatos constantes de líderes indígenas?
Así mismo, y profundizando un poco más la crítica al juego de poder que hay detrás de todo esto ¿por qué nos detenemos mas a pensar en quien o que instrumentaliza las manifestaciones y que tanto el gobierno nacional las utiliza para su beneficio, en lugar de preguntarnos si efectivamente hay una representatividad de este en los intereses y deseos de las comunidades étnicas? ¿Si será cierto que esas palabras “lindas” que desde representantes del gobierno nacional y sus defensores se le dedican a la minga representan acciones reales y no simples deseos de idealizar y por ende caricaturizar luchas de siglos que no se reducen a oposiciones de izquierda- derecha?
Escuchar, entender y apoyar estas luchas no es un acto de caridad. Es una responsabilidad ciudadana. Porque cuando los pueblos indígenas marchan, no solo reclaman lo suyo: nos están recordando que la justicia, en Colombia, sigue siendo selectiva, lejana y a menudo ciega frente a quienes más la necesitan.
Es hora de mirar más allá del trancón, así como también de los estrechos marcos mentales de las luchas entre izquierdas y derechas.