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Francisco: la revolución de lo sencillo

1 mayo 2025 9:30 pm
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Mg. Christian Ríos M.

Prof. Relaciones Internacionales y Estudios Políticos

Confieso que durante años vi a la Iglesia Católica como una institución grandiosa, pero a menudo lejana, encerrada en sus ceremonias solemnes, más preocupada por custodiar su poder que por acercarse a los dramas cotidianos de la gente. Hasta que llegó Francisco. No un Papa de mármol, sino de carne y hueso; no un pontífice distante, sino un hombre que, desde el primer gesto —aquella inclinación humilde ante la multitud en su primera aparición— anunció que la verdadera revolución sería la de la sencillez.

Hoy que Francisco ha partido, su figura se agiganta en la memoria. No cambió dogmas, no redactó manifiestos incendiarios. Hizo algo más difícil: nos recordó que en un mundo que idolatra la riqueza, el éxito y el espectáculo, la verdadera grandeza consiste en la compasión, en tender la mano al último, en vivir con la coherencia de quien no necesita proclamas porque su vida misma es su mensaje.

Sus palabras, que muchos desprecian por demasiado «simples», eran en realidad de una profundidad desconcertante. ¿Qué podía ser más subversivo que afirmar que el poder sólo tiene sentido si se ejerce como servicio? ¿Qué mayor desafío a nuestro tiempo que decir que «el tiempo es superior al espacio», que los procesos de transformación son más importantes que la ansiedad de los resultados inmediatos?

De Francisco aprendí que la ternura no es una debilidad, sino una forma de fortaleza; que la misericordia no exime de la verdad, pero la reviste de humanidad. Me enseñó que no basta con indignarse ante las injusticias: hay que implicarse, arriesgarse, ser «callejeros de la fe», en lugar de cómodos espectadores de los dramas ajenos.

Entre todas sus enseñanzas, tres me parecen de urgente actualidad, especialmente ahora que su voz ha enmudecido pero su eco persiste. La primera es su apuesta por la educación, no como adorno elitista, sino como tarea revolucionaria. Para Francisco, educar no era adoctrinar, sino liberar. No se trataba de transmitir certezas cerradas, sino de enseñar a pensar, a dialogar, a hacerse cargo del propio destino. Cada vez que alzaba la voz por una «educación humanista y solidaria», nos recordaba que no habría justicia ni paz sin mentes formadas en el respeto, la creatividad y el espíritu crítico.

La segunda gran enseñanza fue su defensa apasionada de la «casa común». En tiempos de voracidad ciega, su encíclica Laudato Si’ sonó —y sigue sonando— como un manifiesto de vida: cuidar el planeta no era una opción, sino una exigencia moral. Francisco nos urgió a escuchar tanto el clamor de la tierra como el de los pobres, advirtiendo que la degradación ambiental y la miseria humana eran heridas del mismo cuerpo.

Y la tercera, quizá la más desgarradora, fue su mirada sobre los conflictos humanos. No con el simplismo del juez que reparte culpas, sino con la amargura de quien sabe que toda guerra es una derrota, incluso para el que canta victoria. «La guerra es siempre una derrota de la humanidad», repetía con obstinación evangélica. Desde Ucrania hasta Tierra Santa, pasando por tantas periferias olvidadas, su clamor por la paz resonaba no como discurso diplomático, sino como un grito desgarrado en defensa de lo que nos queda de humano.

En una época donde todo parece gritar «¡sálvate tú mismo!», Francisco nos recordó que nadie se salva solo. Que la vida no es una competencia de vanidades, sino una red de vínculos donde el destino del otro también es el nuestro.

Hoy que ya no está entre nosotros, su legado no se mide en encíclicas ni en reformas, sino en algo más sutil y más hondo: en la siembra de una nueva manera de ser. Menos arrogante, más humilde; menos calculadora, más generosa; menos ideológica, más humana.

Quizá, muchos años después, cuando los fastos se disipen y los críticos de ocasión callen, recordaremos a Francisco por haber devuelto al corazón de la vida una verdad antigua y siempre nueva: que la alegría verdadera no nace de poseer, sino de darse.
Y que, a fin de cuentas, el Evangelio —ese escándalo de amor incondicional— sigue siendo la única propuesta realmente revolucionaria.

«De Francisco aprendimos que la sencillez no es pobreza de espíritu, sino la forma más alta de sabiduría.» CARM

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