martes 13 May 2025
Pico y placa: 7 - 8

Adiós, Mario

20 abril 2025 9:30 pm
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Julio César Londoño

«Partió» Mario Vargas Llosa el domingo, el día letal de la semana. Lo sorprendió la muerte en Lima, no en París como él hubiera preferido, y ojalá con aguacero. «Murió pacíficamente» trinaron sus hijos (es un hecho, la prosa no se hereda). «Partió a otro plano», dijo la hija, Morgana, nombre que demuestra que la poesía no era el fuerte de su papá.

Sugerencia para escritores: dejen escritos sus epitafios porque sus hijos escribirán varguecessobre el mármol definitivo.

El cuento tampoco fue su fuerte, si exceptuamos La ciudad y los perros, una novela compuesta por magníficos cuentos de acción. Vargas Llosa nunca quiso reeditar los cuentos de Los jefes porque lo consideró un libro malo, quizá el único juicio crítico certero que emitió el peruano, porque la crítica tampoco fue su fuerte. Su libro sobre la obra de Gabo, Historia de un deicidio, son como doscientos años de soledad y de insufrible erudición. Creyó en la existencia de una «crítica literaria objetiva» y escribió una crítica reseca, algo inexplicable en un autor que leyó a todos los maestros del género. Tampoco acertó en la crítica plástica y pensó, como cualquier adulto mayor neoclásico y afrancesado, que el arte moderno era solo basura.

A ratos, lo reconozco, el crítico Vargas fue valiente, por ejemplo en La orgía perpetua, su ensayo sobre Flaubert: «Prefiero a Tolstoi que a Dostoievski, la invención realista a la fantástica; y entre irrealidades, la que está más cerca de lo concreto que de lo abstracto, por ejemplo la pornografía a la ciencia ficción, la literatura rosa a los cuentos de terror» (Seix Barral, p. 19, 1975). También dio tumbos en la política, y salió de un error, su apoyo al castrismo, para caer en otro yerro peor apoyando a los más impresentables líderes de la extrema derecha latinoamericana.

Fue un maestro de la novela contemporánea, si nos atenemos a sus rutilantes premios literarios, los doctorados de universidades de los cinco continentes, las envidiables cifras de ventas y su celebrada destreza como constructor de eficaces y plásticas estructuras narrativas. Yo, ay, resulté indigno de estas maravillas. Solo veo en sus novelas una prosa desangelada y la ausencia de personajes de la estatura de Pedro Páramo, Susana San Juan, Juan Pablo Castel o Úrsula Iguarán… aunque reconozco que en todas sus novelas hay excelentes ensayos sociológicos sobre el Perú, el Caribe, Brasil o el mundo.

Dedicó sus últimos años a desempolvar una vieja cantaleta, trajinada ya por Adorno y Benjamin, la crítica de la «sociedad del espectáculo», mientras que su estampa adornaba las portadas de las revistas del espectáculo y dormía con una señora que fue espectacular el siglo pasado.

Murió en olor a gloria luego de una larga vida, mimado siempre por los manes de las letras, que lo hicieron bello hasta viejo, le llenaron de oro la boca y de amores sus días y sus noches.

Juraría que murió extrañando a Gabo, su gran amor y su gran envidia. Eran muy diferentes pero se amaban. Mario nunca viajaba sin antes llamarlo, con la esperanza de que coincidieran en algún punto del itinerario, aunque fuera en una escala. En sus cartas, Gabo lo llama «hermano Mario», «hermanazo», «gran jefe inca». Alguna vez Mario lo llamó para preguntarle si «armony» estaba bien escrito. «Es con H», le explicó Gabo, y colgó. Cuando Mercedes le preguntó para qué lo había llamado Mario, él le contestó radiante de coquetería: «Para oírnos».

Tenían que amarse porque era la primera vez en la historia de las letras que dos amigos de la misma cuadra daban en simultánea unas notas altísimas, el punto y el contrapunto (la nota fantástica y la realista) de unas piezas verbales capaces de cifrar el espíritu de un continente y poner su literatura en las bocas del mundo.

Adiós, Mario.

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