Yeison Ricardo Cardozo Calle*
En abril de 2025, el gobierno de Donald Trump anunció una política arancelaria sin precedentes; un arancel base del 10% para todas las importaciones y tarifas especiales de hasta el 60% para países con superávit comercial frente a Estados Unidos. Esta decisión fue presentada como una estrategia para corregir el desequilibrio estructural de la economía estadounidense, revivir la industria nacional y castigar las «prácticas desleales» de sus principales socios comerciales. Sin embargo, el alcance y el trasfondo de esta medida superan por mucho la narrativa técnica de una balanza comercial negativa. En este artículo, busco develar los objetivos geoeconómicos de esta estrategia, que conecta la guerra comercial con una reconfiguración del orden internacional.
Estados Unidos ha sostenido un modelo de crecimiento apoyado en el consumo y en la valorización financiera, financiado por el rol del dólar como moneda de reserva mundial. Esta arquitectura le permite importar masivamente bienes baratos y exportar dólares en forma de bonos del Tesoro. A cambio, muchos países del mundo han resignado capacidad de autonomía monetaria y fiscal para sostener sus reservas en dólares y venderle a la nación estadounidense, el mayor consumidor mundial.
Este arreglo ha generado dos efectos estructurales: un déficit comercial crónico y una desindustrialización progresiva. Al estar sobrevaluado por su rol financiero, el dólar encarece las exportaciones de EE.UU. y abarata las importaciones. Esto ha hecho que el «Made in USA» pierda terreno incluso dentro de su propio mercado. Entre 1990 y 2020, Estados Unidos perdió más de 7 millones de empleos manufactureros. El “rust belt” o “cinturón del “óxido”, se transformó en un área económica deprimida, semillero del resentimiento político que Donald Trump capitalizó desde 2016 y en mayor medida en el 2024.
Trump se ha planteado la necesidad de transitar hacia un «dólar más competitivo». La idea no es nueva: economistas industriales han sostenido que un dólar sobrevaluado funciona como un impuesto implícito a la producción nacional. Pero lo novedoso es que este argumento ahora es central en la agenda de poder de la derecha económica. En lugar de una devaluación directa (políticamente inviable), Trump opta por lo que podría denominarse una «devaluación fiscal encubierta»: imponer aranceles para encarecer las importaciones sin afectar nominalmente el tipo de cambio.
Los aranceles funcionan como un mecanismo correctivo del sesgo anti-industrial del sistema dólar-reserva. Pero también permiten a EE.UU. externalizar el costo de su propio desequilibrio. Es decir, si el modelo de consumo financiado por deuda ya no es sostenible, la alternativa es transferir el ajuste a los exportadores: encarecer sus ventas al mercado estadounidense y forzarlos a negociar nuevos términos. Buscan los beneficios de un dólar barato, pero con las ventajas de un dólar que no pierda su hegemonía.
El discurso de Trump sobre la «traición» de la globalización es también una declaración de principios productivos. Los aranceles del 2025 no sólo están dirigidos a corregir distorsiones comerciales. Apuntan a reconstruir una base industrial nacional funcional a una economía en modo de resistencia estratégica. La repatriación de cadenas críticas, como los semiconductores, la farmacología o incluso, los minerales raros, revela un patrón de relocalización que puede entenderse como una forma de «rearme económico».
Lo que está en juego no es sólo el empleo en Detroit, sino la posibilidad de que EE.UU. pueda sostener su hegemonía sin depender tecnológicamente de potencias rivales como China. El “Mandate forLeadership 2025” o “Proyecto 2025”, es una guía conservadora para transformar Estado Unidos, un documento de orientación para el segundo mandato de Trump; en él se insiste en que EE.UU. no puede seguir siendo una nación post-industrial sin pagar el precio geopolítico de esadependencia. Las tarifas, entonces, no son un fin en sí mismas, sino una herramienta para reordenar la economía doméstica hacia la autosuficiencia estratégica.
Finalmente, es importante entender que estas decisiones no buscan resultados inmediatos en términos de eficiencia. De hecho, generan costos a corto plazo: inflación, represalias, caída bursátil y el tan indeseado coctel que abordo en clases con mis estudiantes y que está compuesto por la combinaciónde estancamiento económico, desempleo e inflación, y que se conoce como “estanflación”. Pero desde la mirada de sus promotores, el corto plazo ya no es un criterio válido. Si el mundo camina hacia una fragmentación de bloques, hacia una guerra fría comercial, hacia una disputa prolongada con China por el liderazgo del siglo XXI, entonces estos costos se entienden como parte de una transición dolorosa, pero necesaria.
Trump no está improvisando. Está ejecutando una doctrina. Y en esa doctrina, los aranceles no son una herramienta económica clásica, sino una pieza de una estrategia mayor: blindar a Estados Unidos para un futuro que ya no será regido por la OMC, ni por el consenso de Washington, ni por los tratados multilaterales. En ese futuro, EE.UU. no será el regulador, sino uno más entre bloques que competirán por mercados, tecnología y poder. Para enfrentar esa transición, Trump propone lo que él llama «guerra comercial total». Y el precio de esa guerra lo pagarán hoy los consumidores, pero podría evitarse, según sus promotores, una derrota estructural mañana.
*Economista
Magíster en Territorio, Conflicto y Cultura
@Geopolistan
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