Cuando los primeros colonizadores antioqueños partieron a principios del siglo XIX hacia el sur, huyendo del hambre y de la aridez de las tierras en las que vivían, tenían la firme convicción de transformar sus vidas, las cuales estaban basadas hasta entonces en la explotación minera de las poco fértiles montañas en las que habitaban. El oro ya estaba escaseando, por lo que tanto el entorno como la presión de alimentar a sus familias los motivaron a reiniciar de nuevo sus vidas, aventurándose hacia territorios agrestes que no habían visto humanos por siglos.
Entre las primeras actividades que estos colonizadores, ancestros de muchos de nosotros, realizaron en estas tierras, se encontraba la guaquería. El espíritu por la búsqueda del preciado metal amarillo seguía latente entre estos otrora mineros, solo que ya no se iba a excavar la piedra para encontrarlo; ahora iban más bien a destapar las milenarias tumbas que los habitantes antiguos de estos lugares, indígenas orfebres expertos, habían llenado de abalorios y distintos objetos de belleza sin igual junto a los restos de sus seres queridos.
En la medida que se iban destapando una tras otra las tumbas ancestrales, y que empezaban por lo tanto a escasear nuevas fuentes de riqueza a través de las mismas (con el daño arqueológico que esta misma actividad trajo) las necesidades materiales se iban haciendo de nuevo difíciles de cubrir. Las tierras colonizadas poco a poco se iban integrando a los circuitos económicos nacionales y, en ese sentido, la producción agrícola empezó a entenderse no solamente como una actividad para la subsistencia de las familias, sino también como un camino comercial. Los otrora mineros/guaqueros empezaron a producir de la tierra no solo para comer ellos, sino para vender lo que de ella sacaban, siendo cultivos como el del cacao y el tabaco de los primeros negocios que de este tipo empezaron a pulular. Una nueva reinvención se materializó.
El tabaco fue uno de los principales motivadores de la producción agrícola de la región cuando recién entrabamos al siglo XX en estas tierras, esto hasta que el descontento por los altos impuestos que se establecían por parte de las autoridades para su producción y comercialización, que obligaron a muchos a aprender también la “profesión” del contrabando, llevaron a optar por una nuev reinvención y por un nuevo producto, que si bien venía cultivándose en menor escala desde el siglo XIX, cada vez era más demandado en el mundo entero.
Esos pequeños granos que secados y trillados producían un elixir reparador y energizante, se convirtieron pronto en el nuevo dinamizador de la economía de la región y, en poco tiempo, del país entero, con tanto impacto que la misma identidad de aquellos hijos de mineros y guaqueros pronto paso a reconocerse como la de los “cafeteros”, apelativo que cargamos hasta el día de hoy.
Las reinvenciones de nuestra sociedad ya venían siendo muchas para mediados del siglo XX, demostrando la capacidad de adaptación que teníamos por acá. Así mismo, la capacidad de trabajar la tierra que habían desarrollado aquellos ancestros había puesto en los hombros de esta gente prácticamente el progreso de la economía nacional, construyéndose a su alrededor toda una serie de instituciones, y porque no, también una burocracia, orientada a sostener como una misión de la nación, la producción cafetera.
El territorio y las familias productoras de café poco a poco fueron enriqueciéndose de bonanza en bonanza; el Estado colombiano, cómodamente apoyado en un pacto cafetero global, aseguraba casi que un apadrinamiento de la producción cafetera, todo sostenido en un frágil equilibrio que tarde o temprano habría de reventarse, amenazando a la sociedad con la necesidad de una nueva reinvención.
El inicio de la década de los 90, de la mano con las políticas desreguladoras y de apertura económica con la aparición del tan comúnmente llamado “neoliberalismo”, terminó por destruir este sistema sobre el cual vivimos por décadas, en un remezón tan grande que dejó descolocados y sin norte a muchos de los otrora productores de café. Era el momento de aquella temida nueva reinvención, que en muchos casos resultó traumática, pero dejó ver una vez mas la capacidad de inventiva y adaptación de los hijos de esta tierra a los cambiantes contextos económicos y sociales.
Apoyados en la infraestructura que décadas de bonanzas cafeteras habían dejado, muchos de los antiguos dueños de fincas pasaron a ser hoteleros; adaptaron y remodelaron sus casas campesinas para empezar a recibir visitantes que querían conocer como era esa cultura cafetera sobre la cual tanto habían escuchado. Tuvieron que pasar de saber coger el café a explicarles a visitantes de otros lugares como es que lo cogían; de hacer desayunos “de combate” para las tropas de recolectores pasaron a aprender menús gourmet para familias extranjeras.
Así como algunos se reinventaron en hoteleros, otros decidieron mas bien perfeccionar la producción del café y pasaron de ser solamente productores en masa del mismo a conocedores del cada vez más refinado arte asociado a su consumo, así como también reorientaron su trabajo hacia la producción de distintas especies o “cepas” que del mismo se podían dar. Una nueva adaptación por parte del cafetero se dio también en nuestra región, que de ser un simple productor se convirtió en un erudito de su oficio, tal lo podemos evidenciar con la creciente cantidad de cafés especiales, cada uno con sus particularidades y cualidades.
La reinvención constante está en nuestra sangre, y ante los vientos de cambio que inquietan al mundo en estos momentos encontraremos también la forma de adaptarnos como sociedad, solo tenemos que recordar que no estamos solos y que es entre todos que encontraremos los caminos para hacerlo, como siempre lo hemos hecho.