A mediados de los años noventa, Bogotá se encontraba al borde del colapso social y urbano. La ciudad era un caos: el tráfico insoportable, la inseguridad desbordada, la corrupción endémica, el civismo en ruinas. Reinaba una sensación de abandono. Los ciudadanos, derrotados por la ineficacia institucional, se habían resignado al desorden. El escepticismo, la frustración y la apatía eran el pan de cada día. Bogotá había perdido algo esencial: la autoestima.
Fue en este escenario sombrío donde irrumpió Antanas Mockus, un académico poco convencional, matemático y filósofo, sin experiencia política, pero con una visión radicalmente distinta. Su propuesta era tan inusual como audaz: transformar la cultura ciudadana para cambiar la ciudad. En lugar de prometer obras monumentales o soluciones mágicas, ofreció pedagogía, humor, creatividad y ética.
Mockus comprendió algo que sus predecesores ignoraron: que sin una ciudadanía consciente ninguna política pública tendría verdadero impacto. Por eso convirtió la alcaldía en una gigantesca aula cívica. Introdujo estrategias pedagógicas inesperadas, que rompieron esquemas y captaron la atención de una población descreída. Payasos en vez de policías de tránsito para enseñar normas de movilidad, mimos para ridiculizar conductas antisociales, las famosas tarjetas cívicas del “pico y placa” o del “pulgar arriba, pulgar abajo”, la campaña de ahorro de agua en plena crisis, y el uso recurrente de símbolos como la “hora zanahoria” para controlar el consumo de alcohol.
Estos gestos, que parecían anecdóticos, fueron profundamente eficaces. Mockus apeló a la inteligencia emocional colectiva, a la vergüenza como mecanismo de corrección y,º sobre todo, al respeto mutuo. En lugar de imponer por la fuerza, persuadió con argumentos, ejemplos y símbolos. Se convirtió en un alcalde que enseñaba, y en un profesor que gobernaba.
Los resultados sorprendieron a todos. En sus dos mandatos (1995-1997 y 2001-2003), Bogotá vivió una transformación profunda. Los índices de homicidios bajaron significativamente. Se mejoró la percepción de seguridad. Se recuperó el espacio público. Se incrementó el pago voluntario de impuestos, al punto que algunos ciudadanos daban más de lo que les correspondía, motivados por la confianza. Y, lo más importante, Bogotá recuperó la esperanza en sí misma.
Sin embargo, el camino no fue fácil. Hubo burlas, resistencias, sabotajes. Las medidas más simbólicas eran ridiculizadas por sectores que exigían soluciones “serias”. Muchos lo tacharon de excéntrico, incluso de loco. Pero el tiempo demostró que su locura era visionaria. Su apuesta por la cultura ciudadana como eje del cambio urbano se convirtió en un referente internacional.
Mockus no fue perfecto. Su gestión también tuvo falencias administrativas, dificultades en la ejecución de grandes obras, y momentos de tensión política. Pero su legado es incuestionable: logró que una ciudad sumida en el desorden y la desesperanza empezara a reconocerse como una comunidad con valores compartidos.
Hoy, cuando tantas ciudades del país —y Colombia entera como Nación— se debaten entre la polarización, la violencia, la corrupción, el estancamiento y el desencanto ciudadano, es urgente volver la mirada hacia aquella medicina que ya demostró su eficacia: la pedagogía del respeto, la creatividad en el liderazgo, la ética en la acción pública, y la confianza como motor de transformación. Mockus nos enseñó que los verdaderos cambios no se imponen, se inspiran. Que el civismo, la honestidad y la empatía no son valores menores, sino pilares fundamentales para la convivencia y el desarrollo.
El ejemplo de Bogotá bajo Mockus no debe ser una excepción nostálgica, sino una guía para construir un nuevo presente. Si una ciudad pudo redescubrirse a sí misma desde la educación, el arte y la ética, ¿por qué no un país entero?
Es justo también reconocer que la alternancia entre Antanas Mockus y Enrique Peñalosa en la Alcaldía de Bogotá fue una combinación virtuosa que permitió avanzar en dos frentes complementarios: mientras Mockus sembró la cultura ciudadana y el respeto por lo público, Peñalosa consolidó obras de infraestructura y movilidad como TransMilenio, parques y ciclorrutas. Uno trabajó el alma de la ciudad; el otro, su cuerpo físico. Esa continuidad de visión, desde enfoques distintos, fue clave para que Bogotá viviera una verdadera transformación. Quizás ahí esté una de las claves para el futuro del país: alternancia con propósito, basada en principios comunes y no en intereses mezquinos.