DEPORTES QUINDÍO/ Un centenario de soledad

7 abril 2025 11:44 pm
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Por David Alejandro Jiménez Osorio

Las puertas del Centenario, que hace dos décadas se abrían ante la pasión de la hinchada quindiana, hoy permanecen cerradas, impidiendo el paso a los pocos fieles que resisten el otoño del equipo. Tan solo la soledad, inmune a las barreras físicas, puede ingresar a las gradas para ser testigo de cómo el fervor se transformó en apatía, los cánticos en silencio y la gloria en olvido.

Después de once años en la segunda categoría es claro que nada es como antes. Los domingos de fútbol fueron reemplazados por lunes en la tarde o sábados a puerta cerrada. Los rivales dejaron de ser los grandes de Colombia para convertirse en equipos sin identidad definida.Y hasta el ritual de ponerse la camiseta e ir al estadio dejó de ser una posibilidad.

El Deportes Quindío, orgullo del departamento y uno de los fundadores del fútbol profesional colombiano, se desvanece con el paso del tiempo. Su estadio, cada vez más desnudo, se llena de sillas vacías, incapaz de vestirse con el verde y amarillo que alguna vez lo iluminó. Lo único que aún conserva vida y color es su jardín.

Este ocaso no es secreto para nadie, siendo ya un tema de conocimiento nacional. Cuando alguien quiere hablar de fútbol con un hincha del Quindío, no pregunta por la última presentación del equipo—porque ni nosotros tenemos algo que decir al respecto—, sino por el negocio redondo de su dueño, la tristeza de perder una hinchada, los años que llevamos en la B o las victorias memorables del pasado. Como si el presente no existiera y el verdadero Quindío se hubiera quedado congelado en el tiempo mientras un usurpador salta a la cancha.

Hablar de las causas carece de relevancia, tampoco discutir soluciones que dependen de un mesías millonario dispuesto a comprar un equipo que ni siquiera está en venta. Tal vez sea momento de cambiar la discusión a una más cercana y relevante: ¿qué estamos perdiendo los quindianos con la desaparición del Deportes Quindío?

Las consecuencias más evidentes son innegables: la ciudad ha perdido un motor económico que dinamizaba el comercio local, una de las actividades de entretenimiento más tradicionales, y uno de los temas de conversación más recurrentes con amigos o desconocidos. En otras palabras, se ha desvanecido un símbolo empresarial, deportivo y mediático de la ciudad. Pero su impacto va más allá de lo económico y deportivo. La ausencia de un punto de encuentro como el estadio afecta el tejido social, debilita los lazos comunitarios y priva a la ciudad de un ritual que la reunía en torno a una misma emoción.

Este impacto puede comprenderse a través de la teoría del capital social. Robert Putnam, uno de los politólogos contemporáneos más influyentes, argumentó que el colapso cívico, social y político que vive Estados Unidos está directamente relacionado con la progresiva pérdida de relaciones sociales desde los años cincuenta. En su libro Bowling Alone, explica que las redes de interacción cotidiana no solo fortalecen la vida social, sino que también impactan el desarrollo de una comunidad. Formar parte de grupos sociales —ya sea en una asociación de vecinos, la comunidad de padres del colegio o un equipo de ciclismo— fortalece tanto el bienestar individual como el colectivo. Las sociedades con mayor interacción y confianza tienden a tener menores índices de criminalidad, mayor desarrollo económico y un gobierno más eficiente.

Por eso, el fútbol no es solo fútbol. Ni ir al estadio se reduce a ver a 22 jugadores correr detrás de un balón. Acompañar a un equipo es una oportunidad para socializar, para transmitir identidad a nuestros hijos, para reunirse con amigos o simplemente para sentir que formamos parte de una comunidad. Cuando los espacios de reunión desaparecen, como ha sucedido en Armenia, las sociedades se fragmentan. Y el Centenario vacío es el reflejo de una crisis que hemos ignorado por años.

Pero ¿qué otras consecuencias hemos ignorado todo este tiempo?  Sin remover muchos escombros, ya se pueden encontrar algunas respuestas. Por ejemplo, la pérdida de cohesión entre grupos de hinchas y amigos, y el impacto que esto tiene en la comunidad. Mi padre, durante la época dorada de los noventa, fue el líder de la barra de la Brasilia Nueva, un grupo que nació con el objeto de organizar la logística de transporte al estadio, y dentro de este se limitaba a colgar una pancarta amarilla y asegurar buenos puestos en la tribuna. Sin embargo, con el tiempo, esta barra de amigos empezó a organizar actividades sociales en el barrio: novenas en diciembre, actividades de mantenimiento e incluso jornadas de limpieza en la cañada que separaba a la Brasilia Nueva de Las Acacias.

Años después, la pancarta de mi padre se cambió por la de La Banda de Oriental. Esta nueva barra tenía una estructura organizativa más sólida y un mayor número de integrantes de diferentes edades, profesiones y condiciones económicas. De allí surgieron múltiples proyectos sociales, como el concierto Armenia se escribe con H, realizado el 19 de marzo de 2010 con el fin de prevenir el consumo de drogas entre los jóvenes y que contó con la participación de la banda Akash, otro orgullo de la ciudad.

Seguramente existen muchas historias como estas. Y es que este tipo de situaciones es esperable, como lo demostró Putnam, las personas con una alta participación en grupos sociales tienen más probabilidades de involucrarse en actividades comunitarias, ser más altruistas y desarrollar mayor tolerancia. Además, el capital social que se forma en el estadio es particularmente diverso. La interacción entre personas de distintas edades, géneros, niveles educativos y clases sociales fomenta el intercambio de ideas y facilita la construcción de puentes entre distintos sectores, lo que amplifica su impacto.

La acción de los hinchas al organizarse, debatir y generar iniciativas para solucionar problemáticas locales representa una forma directa de practicar los valores cívicos necesarios para fortalecer la democracia local. En cada partido y de manera inadvertida, siempre hubo un inesperado asistente en las tribunas del Centenario: la democracia cuyabra.

Putnam evidenció esta relación en su estudio sobre el funcionamiento del gobierno en Italia durante la década de 1970. Allí, encontró que la eficiencia gubernamental dependía en gran medida de la sólida tradición de participación cívica de sus ciudadanos. Esta participación se medía a través de su involucramiento en votaciones, círculos literarios, clubes sociales y equipos de fútbol. Sí, Putnam identificó que las relaciones que nacían en los estadios italianos tenían la capacidad de impactar el funcionamiento de la sociedad en su conjunto.

Resultados similares fueron hallados por Mick Totten, pero esta vez en los estadios alemanes. Al igual que Putnam, Totten evidenció una relación positiva entre las comunidades y el capital social generado en las tribunas. En su estudio sobre los hinchas del FC Sankt Pauli, equipo de primera división de la Bundesliga que juega en el barrio de Sankt Pauli, en Hamburgo, descubrió cómo el fútbol puede empoderar a las comunidades. Sus investigaciones demostraron que los aficionados del FC Sankt Pauli son actores activos en la resolución de los problemas de su ciudad, abordando cuestiones como la crisis migratoria, el desempleo y la pobreza. Además, evidenció cómo, a partir de su identidad como hinchas, lograron asociarse con otros actores sociales y articularse estratégicamente para presionar la implementación de soluciones concretas.

De los estadios europeos regresamos al Centenario, ya que otra posible consecuencia de la desintegración de la hinchada milagrosa podría observarse en la pérdida de confianza y  seguridad. Robert Putnam sostiene que uno de los factores que mejor explica las diferencias entre una ciudad segura y una insegura es el capital social. Esto se debe, en parte, a que el reconocimiento entre sus habitantes reduce el anonimato, genera que cada individuo tenga una reputación que cuidar y aumenta la confianza colectiva; con ello, se promueven normas de comportamiento más cooperativas.

En Armenia, por ejemplo, el aumento de los hurtos ha coincidido con la caída del Deportes Quindío a la segunda categoría. Si bien, debido a la naturaleza multifactorial de la criminalidad, no es posible atribuir este fenómeno exclusivamente al declive deportivo del equipo, sí existen evidencias teóricas que relacionan el capital social con los niveles de criminalidad.

Con lo anterior es razonable pensar que el crecimiento de los hurtos en la ciudad refleja una crisis de cohesión social, que va más allá del ámbito deportivo. Sin embargo, la pérdida de espacios de encuentro, como lo es el Centenario, agrava esta problemática. Cuando la sociedad de Armenia necesitó apoyo de su equipo de fútbol para enfrentar la inseguridad, este desapareció, dejando a la ciudad sin uno de los factores protectores.

A nivel emocional, la relación entre el capital social y la felicidad ha sido ampliamente documentada. Esto se alinea con hallazgos de estudios como el Harvard Study of Adult Development, una de las investigaciones más extensas sobre el bienestar humano, que lleva más de 86 años analizando la vida de múltiples generaciones. Sus resultados indican que las relaciones personales cercanas son más determinantes para la felicidad que el dinero, el coeficiente intelectual o la fama. En otras palabras, el bienestar y la salud mental dependen en gran medida de la calidad de los vínculos sociales.

Quizás en ello radique la razón por la cual los hinchas del Quindío, a pesar de nunca haber vivido un éxito deportivo significativo y de estar más acostumbrados a las decepciones que a las alegrías, seguían fielmente al equipo. Como si la “V” en el pecho sirviera de escudo contra las tristezas del corazón. Porque la verdadera alegría no era solo el resultado, sino compartir tiempo con nuestros padres, hermanos e hijos; reencontrarse con los amigos de la tribuna; sentirse parte de algo más grande que nosotros mismos. Y ese contacto social generaba aún más interacciones; asistir al estadio aumentaba la posibilidad de participar en otros encuentros, fortaleciendo el sentido de comunidad. ¿Cuántas veces una salida al Centenario no terminaba en una reunión casual con amigos, en una comida familiar en La Castilla o en planes para la semana siguiente?

Sin embargo, al dejar de asistir al estadio, estas amistades futboleras se han ido desvaneciendo y con ello una fuente importante de socialización que trascendía las fronteras del estadio. Estamos perdiendo el equipo y, con él, parte de nuestra felicidad.

No hemos dimensionado la magnitud de nuestra pérdida. Tampoco podemos medir los beneficios que jamás llegaron a materializarse por la ausencia de un motivo común para reunirnos en el Centenario. Nunca sabremos cuántas actividades sociales no surgieron porque faltó el aliado que debíamos conocer en la tribuna. Cuántos Diana, Felipe, Esteban o Juan Diego dejamos de ver, perdiendo amistades que se reforzaban en las gradas. Cuántos recuerdos dejamos de construir con nuestros padres e hijos, recuerdos que habrían sido invaluables para fortalecer los lazos familiares.

Es cierto que el fútbol no es la única forma de generar capital social, pero como sociedad no hemos creado alternativas que reemplacen la crisis de ausentismo del Centenario. Tampoco existen, en la actualidad, otros eventos que ofrezcan la misma frecuencia y convocatoria. Lo que sí es claro es que, si no hacemos nada al respecto, los beneficios del capital social que politólogos y sociólogos han documentado quedarán fuera del alcance de los quindianos. Este es un llamado, quizás tardío, para cambiar el rumbo. Si la tendencia continúa, algún día las puertas del Centenario se cerrarán para siempre y, con ellas, se habrá clausurado un capítulo esencial de nuestra historia y un espacio invaluable para definir nuestra identidad.

Fotografías

Campo Elias Castro

David Alejandro Jiménez Osorio

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