José A. Soto
Hace mucho años, cuando el mundo aún era joven y la tecnología no entrometía sus redes invisibles en cada rincón, nacieron los juguetes de madera. Tallados a mano, con amor y sencillez, fueron los primeros compañeros de la infancia: caballos que galopaban con la imaginación, muñecas de rostro sereno, trenes que recorrían el vasto territorio de un suelo de tierra o una mesa vieja. En ellos no habitaba el ruido eléctrico ni la pantalla brillante, sino el alma del artesano y el universo sin límites del juego.
«El juego es la forma más elevada de la investigación», dijo Albert Einstein, y quizás por eso aquellos primeros juguetes eran tan poderosos. No necesitaban pilas ni instrucciones; solo bastaba una mente curiosa y un corazón abierto para que un simple bloque se transformara en torre, castillo o nave espacial.
La historia de los juguetes de madera es, en cierto modo, la historia del vínculo entre el arte y la infancia. Desde los antiguos egipcios, que ya elaboraban figuras articuladas, hasta los maestros carpinteros del Renacimiento que daban vida a marionetas y autómatas, la madera ha sido testigo del despertar lúdico del ser humano. Con el paso de los siglos, aparecieron otros materiales: metal, plástico, circuitos… pero la calidez de la madera nunca se apagó.
«Todo niño es un artista. El problema es cómo seguir siendo artista una vez que crecemos», decía Picasso. Y en esa verdad habita también el valor de estos juguetes: son guardianes de una creatividad pura, libre de estímulos prefabricados. Invitan a construir, a imaginar, a errar y volver a intentar. Son refugio frente a la inmediatez, testigos de la lentitud necesaria del asombro.
Hoy, en un mundo acelerado, los juguetes de madera resurgen como símbolo de un retorno: al contacto con lo natural, al valor del tiempo compartido, a la belleza de lo imperfecto. Nos recuerdan que jugar no es un lujo ni un pasatiempo, sino una necesidad del alma. Que en cada niño que sostiene un carrito de madera, hay un constructor de mundos, un soñador sin límites.
«El alma se cura cuando los niños juegan», afirma un proverbio africano. Y quizás por eso, aún hoy, entre luces y pantallas, un tren de madera puede traer más que un viaje: puede traernos de vuelta a nosotros mismos.