Durante décadas, se ha ido imponiendo la narrativa de que el turismo es la «industria sin chimeneas», un motor de desarrollo limpio y sostenible que genera empleo sin los impactos negativos de otras actividades económicas. Pero, ¿qué tan cierta es esta afirmación?
Si miramos más allá de las postales y los discursos oficiales, encontramos una realidad incómoda: el turismo también deja una huella profunda en los territorios, muchas veces invisible hasta que es demasiado tarde. The Travel Foundation lo llama la carga invisible del turismo, esa serie de costos ambientales y sociales que rara vez se contabilizan en los balances de crecimiento. Infraestructura colapsada, mercados locales alterados por la especulación, agua y energía destinadas a la comodidad del visitante en detrimento de los residentes. Todo esto sucede mientras las ganancias, en su mayoría, se quedan en manos de grandes operadores externos.
La apuesta por el turismo como alternativa económica ha seguido la misma lógica en muchos destinos. Se ha dicho que la mejor forma de diversificar la economía es atraer más visitantes, aumentar la ocupación hotelera, llenar las calles de cafés y restaurantes, y convertirlo todo en una experiencia «auténtica». Pero la autenticidad no se decreta. La identidad cultural no es un decorado que se pueda ajustar según las expectativas del mercado.
El problema es que muchos territorios han construido su economía sobre la premisa de que siempre llegarán más turistas. Cuando esto se vuelve el único horizonte, se cae en una dependencia peligrosa. Lo vimos con la pandemia: de un momento a otro, el flujo de visitantes se detuvo y con él se desplomó la economía de muchas comunidades. La sobreespecialización turística es una trampa, no una garantía de desarrollo.
Además, está el costo ambiental. ¿Cuántos destinos han agotado sus fuentes de agua por la proliferación de hoteles y piscinas? ¿Cuántos ecosistemas han sido alterados para abrir paso a nuevos proyectos? ¿Cuántos cascos urbanos han sido transformados en escaparates, donde la vida cotidiana se relega a los márgenes? Forbes advierte que el turismo no es necesariamente sinónimo de desarrollo, y mucho menos cuando desplaza a las comunidades locales o convierte el patrimonio en un simple insumo comercial.
Esto no significa que el turismo deba desaparecer, sino que debe replantearse. En lugar de crecer sin límite, debe regularse con criterios claros. La zonificación turística en el ordenamiento territorial debería ser la norma, no la excepción. Las comunidades deben tener voz en cómo se gestiona su propio territorio, en lugar de ser espectadoras del modelo impuesto por operadores externos. Y sobre todo, es momento de abandonar la idea de que el turismo es un salvavidas infalible. Como cualquier otra actividad económica, tiene impactos, costos y límites. Ignorarlos no los hace desaparecer.
El turismo puede ser una oportunidad, pero no cuando se le convierte en el único camino. Mucho menos cuando la única brújula es la cantidad de visitantes que llegan, sin preguntarse qué queda después de que se van.
Arquitecto, planificador urbano y regional