El consumo de droga en la U.Q: cinco versiones de la locura cannábica 

22 marzo 2025 10:42 pm
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Francisco A. Cifuentes S. 

Nadie se salva de la rumba / a cualquiera lo lleva hasta la tumba” (Santiago, Celia y Barreto) 

Me dispongo como todas las mañanas a ingresar a un centro de educación superior y, desde que me bajo del automóvil me embriaga una felicidad por hallarme nuevamente en pleno contacto con la vida académica, cultural y social que me brinda la comunidad esparcida por todo un campus lleno de verde y más verde, donde los pájaros más bellos salen al encuentro de los estudiantes para darles la bienvenida a su nueva jornada en la que seguramente se abrazan con los saberes, los compañeros y un viento mañanero que invita a reflexionar, pero también a sonreírle a la vida.

Los guatines merodean igual que las iguanas, entre tanto los perros de Don Rigo menean la cola saludando los alumnos, los profesores y los trabajadores que se apuran a cumplir uno de los más bellos oficios de la humanidad: educar para la vida en medio de la naturaleza de la polis como lo hicieron los hombres y mujeres desde la antigüedad griega y romana; memoria que hoy nos llega cuando conversamos, abrimos un libro o un computador, realizamos ejercicios físicos o indagamos en los laboratorios. 

Pero ¡Lástima que todo no es color de rosa! Pues justo a la entrada existen dos lamentosos testimonios casi vivientes de lo que representa el consumo de drogas para la sociedad contemporánea, tanto en las grandes urbes como en las ciudades de provincia. Un señor de aproximadamente treinta años, sucio, maloliente y hambriento apenas balbucea palabras o sonidos indescifrables y, por supuesto, ya nadie le presta atención. Se lo pasa recogiendo los ripios de la marihuana (las conocidas “chicharras o patas”) que algunas personas arrojan a la entrada del claustro para poder continuar el viaje a su diario infierno. Ya no mendiga comida porque las canecas donde se depositan las basuras de los restaurantes vecinos se han constituido en la alacena y la mesa de su alimentación. 

En otro costado, precisamente donde está el nombre de la universidad entre el jardín, la que nos da orgullo a todos por habernos ayudado a enrutarnos en un proyecto de vida, sostener familias y contribuir al desarrollo de nuestra sociedad y nuestro territorio, se encuentra una pobre mujer veinteañera cuasi desnuda, con un rostro de tristeza que evidencia el dolor que arrastra, mientras circulan por allí niñas bellas en plena juventud, lo que nos muestra la distancia entre probar o no probar las plantas de la guerra y la discordia nacional. Seguramente cuando se prende un porro, se inhala un polvo o se inyecta el líquido de la desventura, nunca se piensa en estos cuadros que la rumba va arrojando por allí, no para la emulación, pero sí para el espanto.  

La sopita en botella

A estas alturas de mis visiones y experiencias en mi cerebro me tararea la letra y la música de una canción digna de bailar, pero también para reflexionar y “que dice así”:  

“Oye mi socio / no esperes que yo te lleve / esa sopita en botella / ni que te compre ese pardo / ni que te de la mesada / acurrula de abutín / si quieres tener la vida bella”. 

Llego al más antiguo auditorio del Alma Máter que otrora fue el recinto de oración cuando esta estructura servía de templo para los seminaristas del convento. Y posteriormente se llenaba de estudiantes que clamaban por educación gratuita, bajo la égida del cuadro del cura guerrillero Camilo Torres, que orientaba desde lo alto del centro de la escena protagonizada por los primíparos, que no sabíamos cuando este pequeño ejército de la Teología de la Liberación se convertiría en el mayor cultivador y proveedor de marihuana, amapola y coca para echarle más fuego al incendio nacional.

El ritual sahumerio

Por allí van desfilando cientos de usuarios del sistema de salud que hoy colapsa, pues la universidad ha prestado el recinto para una reunión urgente de EPS, IPS, Secretarías de Salud y Superintendencia de Salud con el fin de buscar soluciones a un conflicto cuyas consecuencias se ven en el cuerpo de los ciudadanos más pobres. Pero este no es el tema exacto de este artículo. Muy temprano van llegando los convocados y, ¡vaya sorpresa para los descuidados visitantes! cuando se encuentran con un puñado de muchachos dedicados exclusivamente al consumo crónico de cannabis que no les preocupa el estudio y menos la visita, por lo que inundan el ambiente con el sahumerio de su ritual. 

A pesar de las amables conversaciones con los psicólogos, trabajadores sociales y filósofos que conforman un modesto grupo encargado de prevenir los estragos de las sustancias, ellos siguen ahí desafiantes, haciendo caso omiso a cualquier autoridad y trato diplomático. Abordamos uno de los principales consumidores e instigadores a que otros se unan a la tropa de los autoexcluidos de las mayorías dedicadas al estudio y al trabajo, para tratar de convencerlo de aminorar este comportamiento y su respuesta fue contundente y cínica: “Todos los que están allá (usuarios del sistema de salud) se morirán y nosotros (los consumidores de droga) nos salvaremos”.

Mi querido lector anónimo, definitivamente no sé cómo entenderás y calificarás estas declaraciones emitidas justamente por un estudiante de educación física, que debería estar dando ejemplo de salud personal y colectiva… Quedo atónito y otra vez vuelve a mi mente la canción aquella:  

“Mira, mi hermano / tienes los cables cambiaos / y tu cerebro tostado / tú lo que estás es turulato / y si quieres un consejo / acurrula de abutín / si quieres poder llegar a viejo” 

Marihuana como religión

Continuando con la paciente labor del abordaje de jóvenes díscolos entablamos conversación con otro estudiante, esta vez en compañía de un miembro de la vigilancia de la institución y, al invitarlo a desplazarse de la entrada al auditorio esto contestó: “yo los entiendo, pero la marihuana es mi religión y no puedo dejarla”. Se trata de una persona relacionada con el ámbito de las comunicaciones y no es posible dilucidar si realmente se trata de un verdadero rastafari de Jamaica o de Etiopía que tal vez se vale de la estela de humo que produce su cacho como fibra de las telecomunicaciones o como mensaje inalámbrico donde anuncia la llegada de otro Mesías. El joven bebe y fuma en ese espacio, como algunos suelen hacerlo e inmediatamente en mi circunloquio y concierto mental me sale el otro verso en la voz de la Reina de la Rumba:  

 “Ay, botella, ya tú no puedes / ya tú no puedes con ella” 

Cuando el equipo de “misioneros del alma”, de “intrusos biopolíticos”, de “guardianes de la salud colectiva” o de simpes “interlocutores para la convivencia universitaria” creíamos haber terminado la noble jornada, nos enfrentamos al culmen del fenómeno del día: un joven de menos de veinte años, acompañado de su querida hermana y su paciente madre que hacía tres días estaba delirando, acosando alumnas, pegándole a su familia y saltándose la cerca de la institución, tuvimos que darle un tratamiento profesional desde la psicología y los primeros auxilios emocionales con muy poco efecto positivo sobre este paciente. Al preguntarle qué estudiaba esto respondió: “Ya terminé la carrera de filosofía y ahora necesito leerme todos los libros que se han escrito”. Estuve entre la admiración y la sorpresa, me encanta que la gente se dedique a la filosofía, pero sé lo imposible de leer todo el universo de los textos y menos en estas áreas. Me dijeron que le gusta Emanuel Kant y quise dialogar con él sobre la Crítica de la Razón Pura, la Metafísica de las Costumbres o la Crítica del Juicio a lo que él respondió abrazándome y exclamando: “Señor, yo estoy para servirle en lo que se le ocurra”, frente a lo cual mis compañeros me aclararon que él apenas estuvo en primer semestre y lo fue abandonando por el consumo de marihuana.  

Aquí vuelve y suena la voz azucarada de Celia: 

“Ay, yo no te doy la mesada / ya tu no sirves p´a nada”.

En efecto, todos los cinco casos anteriores son muy diferentes y cada uno puede ser considerado atípico. Estamos en una comunidad conformada más o menos por veinte mil personas, solo de las cuales unas veinte estaban ilegalmente visitando el espacio, el triple de ellas suelen asistirlo y cuando hay conciertos esta cifra puede llegar a unos cuatrocientos visitantes con la participación de cientos de fuera de la institución.

Alarmas prendidas

Las alarmas están prendidas, la ciudadanía enarbola la crítica, las mayorías están totalmente dedicadas al estudio, la investigación, la cultura, el deporte y la sana convivencia en medio de un campus envidiable por otras instituciones colombianas. Hay posiciones encontradas, desde la crítica contundente y el llamado a una intervención inmediata, hasta la defensa pública o soterrada del fenómeno. Hay quienes son alcahuetas y miles que afirman no aguantar más los efectos negativos para la salud personal y colectiva, como para el desempeño laboral digno y el sano ejercicio de la docencia. Al respecto la institución debe responder demandas, derechos de petición y quejas permanentes.  

¿Qué hacer?

La respuesta no es fácil porque estamos frente a una maraña de posiciones jurídicas y jurisprudenciales que llevan a la necesidad de hilar muy delgado a la hora de intervenir y aplicar los reglamentos para el caso de la vida en el territorio universitario. De un lado existen los Derechos Humanos y la defensa de la libre determinación de la personalidad acompañada de las tesis constitucionalistas sobre los derechos fundamentales del ciudadano. De otro lado esos mismos postulados sirven para proteger la defensa de la vida y el trabajo digno de los individuos y las colectividades. Por otra parte, concomitante con lo anterior existe la protección fundamental de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes por encima de los beneficios a minorías cuyo comportamiento afecta a aquellas poblaciones reconocidas universalmente.  

Ahora bien, el país está atrapado entre una problemática que engendra todas las violencias y todas las corrupciones y que tiene atestadas las cárceles de delincuentes asociados a este flagelo, las ciudades por los habitantes de calle, llenos los hospitales mentales y sin cupo en cualquier hogar o centro de rehabilitación.

Se puede argüir que esta problemática es producto de contextos socio económicos vulnerables, condiciones familiares complicadas, algunos rasgos psíquicos muy personales o eternas tendencias y fallas de la condición humana. Pero lo cierto es que no se le puede dar la espalda a un fenómeno que tiene en vilo ya a EE. UU y Europa en los países de mejor nivel de vida y de buenas condiciones de seguridad, que produce constantes conflictos entre EE. UU, Canadá, México y casi toda Sur América. Casi que es normal escuchar en las conferencias internacionales y en sus declaraciones que “la guerra contra las drogas ha fracasado”; pero los análisis no tan políticos y economicistas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de Salud (OPS) muestran un panorama humano muy complicado frente al cual todavía no se ha agotado ninguna vía para contrarrestarlo. 

De otro lado, en Colombia se promueve la legalización de la marihuana desde la Presidencia de la República pidiéndole urgentemente al Congreso que legisle al respecto positivamente. Y la primera salida de la cancillería ante las Naciones Unidas fue para solicitarle a la Comisión de Estupefacientes la exclusión de la coca de la lista de las sustancias más dañinas. Mientras ya la aplicación de las medidas prohibitivas al consumo de drogas en los espacios públicos se le dejó hace meses a los gobiernos locales y en consecuencia en Armenia la Alcaldía Municipal aclaró el tema para su territorio haciendo énfasis en la prohibición en parques e instituciones educativas. Para el caso de la universidad pública las personas afines expresan que tienen derecho al consumo e incluso que miembros diferentes a la institución pueden llegar a hacer lo mismo.

La autonomía universitaria

Sin atentar contra los Derechos Humanos, la Constitución, la ley y la jurisprudencia sobre derechos fundamentales es necesario aclarar que las Instituciones Públicas de Educación Superior de acuerdo a su naturaleza y razón de ser, también consagradas en la Carta Magna y en la legislación tienen autonomía para darse sus propios reglamentos y así velar por el cabal cumplimiento de su misión fundamental como es la de dedicarse a la educación, la investigación, la cultura y el servicio a la sociedad. Y dentro de este marco de leyes y normas todas las universidades públicas y privadas han expedido hace muchos años sus Estatutos o Reglamentos Estudiantiles, Docentes y para los trabajadores en los cuales explícitamente se prohíbe el consumo de sustancias psicoactivas dentro de sus instituciones; respetando las opciones de vida, la intimidad de las personas, procurando ambientes saludables y la configuración de territorios de paz; brindando prevención, educación e intervención en salud para todos los miembros de la comunidad. 

Los cinco casos descritos al inicio de este artículo son motivo de preocupaciones y reflexiones ojalá para actuar de una forma consciente a nivel individual, grupal e institucional; pues si se le está garantizando el derecho a las personar en su fuero y su conducta y a las comunidades minoritarias e identitarias, debe ser muy claro que también se le deben garantizar y proteger los derechos fundamentales a las mayorías. Esto lo piden y lo aplauden los padres de familia y la gran mayoría de la sociedad sin necesidad de enfrascarnos en una discusión entre posiciones conservadoras, liberales y anarquistas que nada le convienen al ejercicio educativo para el bien de la sociedad.  

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