¿El poder da placer o genera felicidad? 

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16 marzo 2025 10:18 pm
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Francisco A. Cifuentes S. 

Es muy difícil saber en términos reales y sinceros si Trump, Putin, Netanyahu, Erdogán, Zelensky o nuestros gobernantes del trópico subdesarrollado sienten placer al detentar el poder o simplemente gobernar, o si han alcanzado la felicidad en esta compleja gestión de los territorios, sus riquezas y los ciudadanos que conforman sus sociedades. Habría que conversar con sus psicólogos, sus psicoanalistas, sus confesores o sus parejas; sin embargo, el diagnóstico aún sería limitado y reservado. De otro lado, es posible interpretar sus gestos, ademanes, discursos y declaraciones tanto públicas como privadas para tratar de realizar algunas pesquisas que nos den a entender su carácter y su estado de ánimo. Pero en esto, tanto ellos como los observadores, ya sean ciudadanos aparentemente libres o súbditos, estamos presos de muchas trampas bíblicas, históricas y filosóficas.

Una ilusión falsa

Adquirir el poder o gobernar en la búsqueda de la felicidad sería la primera ilusión falsa. Esto conlleva en sí un dominio y a este le es connatural sojuzgar territorios, bienes y personas ya sea a partir de la ley, las armas, la religión, la política o la ideología. La segunda gran confusión esta entre lo que produce placer y lo que genera felicidad, si pensamos que el primero constituye una sensación inmediata y pasajera y, la segunda es un estado del espíritu mucho más duradero. Por lo tanto, un deseo perpetuo de poder y más poder, solo conlleva a una desgastante insatisfacción, que termina por ahogar el sujeto y posiblemente llevarlo a adoptar posiciones totalitarias, ya que las convencionales no le pueden surtir sus demandas internas y externas. Y por esta vía nos enfrentamos al Estado, al cuerpo, a la subjetividad y por supuesto a la sociedad. 

El mejor “gobierno de sí mismo” y el “gobierno de los demás” según Michel   Foucault implica un ejercicio ético para resistir a los embates del poder, la sujeción del cuerpo, la lucha contra la apropiación de la vida misma y la normalización y, por tanto, una permanente búsqueda de lo creativo y lo alternativo, que pasa por un proceso de subjetivación ético y estético.  Estamos muy lejos de esta situación y por lo mismo puede ser una apuesta que nunca acaba de lograrse pero que sí anima en forma permanente la vida cotidiana y las propuestas políticas. 

Pero antes de llegar a esta consideración de la filosofía contemporánea, aún es necesario tener en cuenta a Aristóteles y sus planteamientos sobre la felicidad o la  “eudaimonia”, que contiene el disfrute de bienes materiales, una actitud basada en la prudencia y el ejercicio de la virtud, que conlleven al bienestar de la persona y la ciudad, en los términos de la época clásica de las “ciudades estado» y de unos ciudadanos mantenidos por esclavos y asediados por los vecinos considerados extranjeros y bárbaros. Aquí cabría preguntarnos si aquellos gobernantes citados son el mejor ejemplo de virtud, ecuanimidad y sindéresis en el ejercicio del poder y del gobierno; cuando lo que apreciamos es una acción permanente de guerra con una estela interminable de muertos, destrucción y generación de odios que seguramente marcaran las futuras generaciones y no solo los votantes de las próximas contiendas electorales. 

Los bienes del cuerpo y del alma


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Está muy bien pensar en adquirir “los bienes del cuerpo” para la persona y la sociedad, sobre la base de la dignidad humana; pero quién determina cuál es la medida material que puede ser calificada de digna. ¿Los servicios básicos, la renta básica universal, un trabajo seguro, una educación de calidad, un servicio eficiente de salud, la seguridad alimentaria, el descanso y la diversión y una modesta pensión? ¿Nos merecemos más o nos merecemos menos? Alguien ha de decir que esto depende de las condiciones de cada país y vendrán economistas sociales como Amartya Senn y Martha Nusbaum para proponer una lista de satisfactores básicos y así aclarar un poco la lista de nuestras necesidades e ilusiones, que nos puedan llevar a la felicidad. 

Pero si nos vamos a “los bienes del alma” la cosa es más complicada hasta el punto de entrar en un debate bizantino acerca de la realidad del alma y el espíritu. Pero trascendiendo el mero nominalismo es preciso decir que “no solo de pan vive el hombre” según el postulado bíblico ya acogido por casi todas las culturas, para determinar que existen necesidades culturales, psicológicas, anímicas y sexuales más allá de los requisitos materiales básicos para el “buen vivir”. ¿Será que esta pregunta se la podemos formular a los gobernantes y a los poderosos para que atinen a responderle eficientemente a la persona y a la sociedad entera? Dudo mucho, pero todo lo anterior hace parte de las posibilidades de la felicidad, más allá del placer inmediato que brinda por ejemplo el hecho de alimentarse o la realización del acto sexual.  

Una vida buena

Otro postulado de los pensadores de la Grecia antigua rezaba que el mejor régimen político debía ser uno en el que todos puedan participar dignamente de la vida de la ciudad; recordando eso sí, que los habitantes de ella eran los verdaderos ciudadanos y el resto no podían tener esos beneficios. Pero esta condición y esta realidad no es tan antigua como ya nos parece; pues los habitantes de las actuales zonas suburbanas, los de los enclaves de miseria, los inmigrantes, los habitantes de la calle y otros vulnerables y desfavorecidos de los alcances de la modernidad y el progreso evidentemente no gozan de estas conquistas. ¿Ante este panorama los gobernantes actuales serán simplemente conductores griegos o apuestan más allá? 

Pero de aquellos filósofos es bueno recordar esta sentencia “Una vida buena cuando se persigue por la fuerza causa daño”.  Y en esto cabe tal vez el ejercicio de la política por medio de la guerra fratricida, los estragos de las guerras civiles, los daños del terrorismo, las polarizaciones, el avivamiento de las masas ideologizadas y las exclusiones como norma para tratar de conseguir los beneficios sociales que den felicidad a los ciudadanos y placer al gobernante de turno. 

Necesidad de la excepción

En este proceso de la batalla por los ideales y la solución de las necesidades, muchas veces se propone “la excepción jurídica” como lo denunciaba Walter Benjamín, al plantear “la necesidad de la excepción” y así poder asegurar el futuro y la continuación de los proyectos políticos dominantes en un momento dado. Con estos “estados de excepción” la “fuerza de la ley” puede llegar a penetrar todas las esferas públicas y privadas de la sociedad, restringir la libertad de prensa, constreñir la movilidad ciudadana, establecer horarios para el ejercicio ciudadano, tomarse los espacios televisivos y radiales que son de uso personal según los gustos y necesidades del individuo y su familia, perfilar personas, satanizar grupos o individuos que sean diferentes a los credos e ideologías oficiales. Y aquí se encuentran Hitler, Stalin, Pinochet, Fidel, los Ayatola y muchos más.  

El poder de dominio

En consecuencia, “en el juego del hombre con el hombre” aparecen las intervenciones políticas y la sujeción personal, recordándonos una vez más a Hegel y su “dialéctica del amo y el esclavo”, de donde se puede colegir que es el poder de dominio sobre los demás el que genera cierto placer personal, político y económico; pero de ninguna manera da felicidad a los hombres. 

Se trata precisamente de la configuración y la operación de “una incesante maquina antropológica” según la expresión de Giorgio Agamben, que devora a los demás y se devora así misma. Esto se puede relacionar con la modernidad y la felicidad como promesa incumplida, siempre aplazada, pero proveedora de múltiples placeres, de un torrente de adrenalina que suele engañar el cuerpo y el espíritu y por consiguiente a las masas gobernadas por aquellos que se han dejado asfixiar el espíritu y van perdiendo la vocación de servicio para toda una nación, que de suyo contiene personas y grupos que no están dentro de sus órbitas banderiles. 

El ansia de placer está muy relacionada con “el deseo como falta”, justamente un ejercicio que no cesa ni con la muerte. Aún, ni cuando los súbditos confiesan en público un amor irrestricto a sus verdugos, acompañados de las lágrimas de las cortesanas cuando se sienten traicionadas por el varón de turno, pero idealizado o cuando se endilgan siete traiciones cuya conspiración se fragua en la cama de una disidente de género. Todo esto configura una fenomenología del poder que va llevando paso a paso a la crónica soledad de los gobernantes insatisfechos, que terminan siendo muy nocivos para el ejemplo hacia sus ciudadanos. 

Ciudadano enajenado

Pero todo esto se teje a partir de un relato de la Ilustración y la modernidad, en el cual un tiempo nuevo sería producto del progreso, más no de la tradición, la experiencia y la memoria; sujeto a la realización de una serie de etapas evolutivas, donde todo está siempre por venir y cuya meta nunca se alcanza. En este ritual de la política salvífica es necesario enajenar al ciudadano para que siga depositando su confianza y sus aspiraciones en un soberano que funge como Mesías, al que se le encomienda la misión de llevarlos algún día a la Tierra Prometida. Aquí es cuando el placer del gobernante confunde la felicidad del elector y este vota por un proyecto a largo plazo como lo hicieron en la China de Xi Jinping, la Federación Rusa de Putin, la Venezuela de Chávez y Maduro, la Cuba de los Castro, la Nicaragua de Ortega y Rosario y los EE. UU de Trump. Suficiente advertencia histórica para nosotros. 

Se trata ni más ni menos de una persecución neurótica de la novedad, el progreso y el progresismo como sistema histórico político, montaje en el cual aparece una   maquina desaforada llamada progreso, con la configuración de un fantasma apocalíptico, que siempre amenaza con sangre so pena de no darle el visto bueno a la continuidad de la historia en la acepción que se consagre como la mejor etapa para la felicidad humana. Esto está en la Biblia y por eso “la alianza nueva y eterna” es un pacto histórico que se extiende hacia la eternidad siempre salpicado con la sangre del Señor y ritualizada con el vino como “sangre de tu sangre”. Esto también se halla entre la ritualidad de los pueblos nativos de México, donde cada imperio histórico sometía al otro y este se consagraba con sangre y más sangre para hacer evolucionar la rueda de la historia. ¿Estaremos dispuestos algún día a superar estos relatos y estas prácticas de la política que engañan consciente o inconscientemente a gobernantes y pueblos? 

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