Carlos Alberto Agudelo Arcila
ÚNICO ANHELO
En la pesadilla se encontraba feliz de estar muerto. Cuando esta se interrumpió, quedó triste al verse entre las mismas cuatro paredes, de la habitación oscura donde él era parte de una existencia desesperada. Siempre sin qué comer. Su trabajo como pintor surrealista no le brindaba sustancia. A pesar de su inteligencia y simpatía al conversar con las mujeres, no tenía a quién amar. Su mente atrapada en un ciclo obsesivo, lo arrastraba a un abismo de ansiedad y pavor. Roedores, insectos, serpientes en la televisión. El mundo era su enemigo invisible. Sin rumbo ni luz que lo guiara a un lugar donde no existieran privaciones económicas ni ausencia de amor…
En ese momento, se hallaba en el mismo sitio donde sus desgracias se manifestaban con mayor intensidad. La soledad le enrostraba con ironía su vida fallida. El reloj de pared marcaba las nueve de la mañana a cada instante. El techo sin cielo raso, permitía que cayeran en la alcoba y sobre el dormitorio, gatos y toda clase de basura. La vela ardía veinticuatro horas durante los siete días de la semana. Resaltaba un fragmento de espejo antiguo sobre el cual apenas distinguía su rostro macilento y el del Cristo de madera apolillado que nunca le hizo el milagro de un vivir mejor. Estaba atrapado en la misma estancia de su propia nada. Aquella que lo llevó en varias ocasiones a intentar suicidarse, consumido por el odio hacia su insólita existencia.
Al final, se dijo: “Estoy condenado a mí propia inmortalidad por muchos años más”. Apagó la vela. Arrancó el Cristo de la pared y lo arrojó a la basura. Se desnudó y se acostó sin ropa con el único anhelo de volver a sentir la pesadilla. Aquella donde finalmente tuviera la certeza de estar muerto.
COMO SI FUERA…
El crimen se ejecutó a la hora exacta, el día preciso. El sicario sonrió cuando disparó el único tiro, el cual fue calculado con la maestría de un verdadero asesino. El autor intelectual de este asesinato fue informado por el propio ejecutor. Desde lugares distantes ambos bandidos brindaron entre sí. Ante el roce de las copas pedazos de cristal cayeron en los pisos. Una gota de licor rodó de Este a Oeste, mientras otra gota se deslizó desde el Oeste al Este, hasta encontrarse y formar una lágrima, como si fuera de la madre del occiso.
VIRUS
Entro en un cultivo de plantas medicinales. Al fondo, veo una casa. Me acerco a ella, la puerta de entrada está abierta. Un hombre, desde el corredor, me invita a ingresar con un gesto de manos. Él permanece en silencio. Sirve una emulsión vinagrosa sobre una mesa, en una habitación veo una mujer muerta, arrellanada sobre un mueble. Uno, dos tres cadáveres más tirados en el piso.
Hundo mi brazo derecho en mi epidermis y de allí saco un pan. Se lo ofrezco al hombre. Este, con gesto ausente, sacude migas de sangre y fragmentos de vísceras. Lo lleva a la boca, escupe. Este acto me parece insultante.
Le pregunto sobre el virus. No contesta. Insisto, pero permanece mudo. Al final, el hombre se aleja, y yo quedo solo. Salgo, regreso al huerto, atravieso la senda.
Al retornar a la calle, me doy cuenta de que llevo en mis manos un manojo de hierbas curativas. Llegué a mi posada, donde habito solo. Preparo una infusión con ellas y la consumo. Reflexiono. El entorno es triste, desgarrador, tiraniza, desconcierta.
A través del ventanal, observo a un perro sin sombra bajo el sol. Cruza calles desoladas, donde hace años no ha transitado un ser humano. Cuerpos atraviesan el mío.