René sabía cantar, señor Juez. Nos cautivaba a todos, no se lo puedo negar. ¿Cómo se lo voy a negar si nos criamos juntos, jugamos fútbol en el mismo parque, peleamos por las mismas muchachas y tuvimos las mismas inquietudes?
Porque sepa usted que juntos empezamos a estudiar la guitarra. La diferencia fue que él sí lo amaba, lo sentía; exhalaba música y por eso tocaba con el alma. Yo en cambio era el anverso. Mientras René era todo arte, yo era roca y tal vez por eso las diferencias encajaron en un buen equipo, lo que le faltaba a uno lo tenía el otro.
Me convertí en su más fiel admirador o más que eso, en su acompañante incondicional a donde fuera, incluso en su camino hacia la fama, todo porque René sabía cantar, señor Juez. En su garganta anidaban trinos inigualables; sus dedos izquierdos eran aves libres en el cielo del diapasón y su mano diestra creaba ritmos de litoral con sabor a mar; de cordillera; con sus aires andinos; llaneros con olor de pradera o simplemente ritmos locos, al compás de su inspiración.
Además, poseía ese don que tienen pocos para cautivar una audiencia sin mayor esfuerzo: Carisma, dicen quienes saben de esas cosas. Contara chistes, declamara, bailara, hiciera lo que hiciera, a René se le veía bien. A estas alturas de la vida, no sé todavía si lo quería y admiraba o mis sentimientos eran de odio y envidia.
Hasta los quince años no más nos preocupamos por el colegio y el fútbol. Coleccionábamos álbumes de los mundiales con nuestros ídolos, organizábamos equipos, participábamos en torneos e inventábamos tácticas. Todo era fútbol para nosotros, hasta cuando aparecieron en nuestras vidas dos fiebres al mismo tiempo: La música y las mujeres.
Mientras René descubría las notas y las niñas, yo descubría las peleas. Era un compromiso tácito donde yo lo protegía y él atraía mujeres para los dos. Él no peleaba, señor Juez, no formaba parte de su naturaleza, pero no por miedo; si hubiera sentido miedo no habría hecho lo que hizo. René permitía que yo arreglara sus problemas de puños porque ninguno de sus enemigos tenía clase suficiente para enfrentarse con él.
Por aquel tiempo descubrimos a la prima Linda María, aquella muchachita llorona de la infancia que obstaculizaba nuestras picardías de niños, cuando estaba presente, y que los años convirtieron en damita preciosa. Su carácter noble, su sinceridad a toda prueba y la pureza de sus sentimientos nos impidió jugar con ella de la misma forma que lo hacíamos con otras.
Las aventuras sentimentales fueron muchas, pero con ellas René no aprendió a querer. Las mujeres eran para él como ropa diaria, que se cambia según se necesite. Yo en cambio, aprendí de sus aventuras porque en más de una ocasión recibí en mi hombro las lágrimas de sus enamoradas y hubo ocasiones en que lloré con ellas en silencio, por estar a mi vez enamorado de alguna.
Todas esas cosas las asimilé al comprender que a René, las cosas buenas de la vida le llegaban por obra y gracia de su voz. Mujeres, dinero, fama, todo cuanto un hombre joven puede pedir le llegó con el único esfuerzo de su garganta y sus manos acariciando la guitarra. Estoy seguro que por eso su camino se desvió, sin que nos diéramos cuenta.
El vicio lo poseyó rápido. Tanto que cualquiera de sus relaciones amorosas pudo durar más que el tiempo en que las drogas lo destruyeron. Esto sucedió de tal manera que cuando decidí abandonarlo, fui el último en hacerlo porque los demás que se decían sus amigos ya lo habían hecho, cansados de sus actos bochornosos, de su genio incontrolable pero sobre todo de verlo apagarse sin escuchar a nadie.
De esta forma, quedó a merced de los empresarios con sus intereses económicos. Cielo e infierno se unieron en su vida al azar de la mayor o menor ganancia. A pesar de todo, René contaba conmigo porque de vez en cuando lo recibía en mi hogar para escuchar sus desventuras y darme cuenta que ya no cantaba como antes, de manera espontánea y alegre, sino que empezaba a odiar su voz y a rechazarse a sí mismo. Aun así mi casa siguió siendo la suya.
En esta parte debo decirle, señor Juez, que cuando tomé mi propio camino regresé a buscar a Linda María y me casé con ella. Me dio una hermosa familia, estabilidad emocional y la certeza de que ya no podría vivir sin ella, por eso los perdoné cuando supe que me engañaban en mi propia casa. No pude perdonar, señor Juez, que se la llevara, no para ofrecerle una vida de pareja buena o mala, que al fin y al cabo era ella la que aceptaba o no, sino que se la llevó como mula en un vuelo internacional para pagar un asunto de drogas. Todo se lo perdoné, señor Juez, todo. Y tal vez le hubiera perdonado que se la llevara, porque desde el principio supe que Linda María se unió conmigo, no porque me quisiera sino por estar más cerca de René.
Lo que no pude perdonar fue saber que la niña a quien respetamos en la juventud por sus virtudes, fue trocada en mula internacional que abandonaba a sus hijos para perderse en el mundo ilusorio del narcotráfico. Por eso los maté a los dos en el aeropuerto, antes de subir al avión. Es todo cuanto tengo que decir, señor Juez. Condéneme como quiera. Después de matar a mi hermano del alma y a la mujer que llenaba mi vida, ya nada tiene sentido.