De Malinche conocí la mejor etapa de su vida, los últimos seis meses. Hombre negro, curtido por el encierro y la vida azarosa, ignorante del porqué de su apodo cuya historia le conté alguna vez sin que Cortés o su intérprete indígena le interesaran gran cosa. Día a día a través de las rejas de su celda encaramada en el último piso de una cárcel cualquiera, contemplaba la lejanía de las montañas colgadas en el ralo techo de las nubes.
A eso de las dos de la tarde tomaba la Biblia, se equilibraba frente al ventanuco con una pierna sobre el primer piso del camarote, la otra contra la pared y como si hablara con el horizonte, entrecerraba los ojos y movía los labios en un susurro tan lleno de fe que los reclusos de las celdas contiguas callaban. En una ocasión llegué hasta su reja extrañado por el silencio absoluto e inusual de la sala de aislamiento para ver qué sucedía, pero al interrogarle, con su mirada mezcla de comprensión y reproche me dio a entender que oraba. En primera instancia no me fue fácil aceptar aquel cambio de comportamiento en los internos aislados porque quince años de experiencia me obligaban a saber qué tan raro era, pues cada uno de los hombres a mi cargo poseía tras de sí una esquela de sangre y enemigos que les impedía vivir en los patios marginándolos a la sección de aislamiento, por seguridad para sus vidas. Sin embargo, por ser el que mandaba e imponía su opinión entre todos, me interesé más por el prontuario de Malinche.
Saturado de odio infinito hacia los policías desde que siendo un niño gamín conoció el rigor de sus bolillos y sus baños fríos, decidió una noche, entre las aguas contaminadas del vicio, dar muerte a uno de ellos por lo que fue condenado cuando sólo tenía diez y siete años. No obstante, su edad de niño poco sirvió en el patio donde tuvo que ser hombre para no ser violado, al blandir un puñal carcelario en una danza macabra cuya primera vez culminó con Malinche como ganador para los demás y gran perdedor para sí mismo al sumar a su condena otros quince años, aunque alegó defensa propia. Si este hombre observando absorto a través de la ventana pensaba en esto, recordaría con amargura que desde aquel suceso habían transcurrido veinte largos años.
A partir de entonces, la danza se repitió en varias ocasiones con diferentes repartos, a veces en pareja o en un ballet desordenado y amorfo cuyos bailarines eran seres ávidos de sangre. La que más recordaría sin embargo, sería la tarde en que danzó con los uniformados de un penal con el resultado de varios huesos rotos, heridas en la cabeza y un calloso y definitivo resentimiento contra todo lo que representara autoridad. En aquella ocasión, Malinche, al mirar cómo su sangre trazaba figuras caprichosas en el suelo, vio formarse una mariposa con ella y tragando toda su rabia revuelta con saliva y odio, juró que habría de salir de la cárcel y que esa mariposa sería borrada de su memoria con más odio, más rabia y más sangre.
Pero la libertad ansiada jamás llegó. Cuanto más pasó el tiempo, su historia de enemigos y deudas imperdonables se hizo más grande, su cuerpo fue marcado por más cicatrices, su resentimiento fue más fuerte, su amargura digerida hora tras hora, más triste y el abismo en que cayó su alma se hizo más profundo. Por aquellos días conoció el amor entre las páginas disueltas en humo de una Biblia.
Sucedió un domingo mientras fumaba un marihuano liado en las páginas sagradas. Escuchó la voz serena, dulce y melódica en el coro religioso que todas las semanas cantaba en la improvisada capilla del único patio visible desde la ventana de su celda y no resistió la tentación de llamarla para verla y oírla más de cerca. Cuando, previo permiso, ella llegó hasta él y le habló con ternura, cuando lo escuchó, le preguntó a qué se debía que fuera tan furibundo, tan explosivo, cuando le invitó a que le contara toda su amargura, todo su resentimiento concebido en las calles de la soledad, en las noches sin padres, Malinche supo que su vida cambiaría y por primera vez desde aquella ocasión en que siendo un infante conoció los rigores de la vida en una estación de policía, lloró. Lloró, pero esta vez sin rabia ni dolor. Sólo dejó que las lágrimas fluyeran como lenitivo a una vida llena de tristezas y abandono, sintiendo que vaciaba toda la maldad de su sino, con ellas se iban el deseo del vicio, la necesidad de armas y sobre todo descubrió que le abandonaba ese odio inmenso que le corroía y que en su reemplazo le invadía el deseo del perdón de ese Dios que ella le enseñaba, pues sabía que el de los hombres le sería negado.
Creo que Malinche tomó su decisión porque descubrió el camino hacia Dios y quiso ir más pronto a su encuentro. Sin mayores explicaciones arregló los asuntos que desde su celda y modo de ver pudo arreglar, para no partir con tantas deudas. Cuando creyó que todo estaba listo, simplemente lo hizo. Por eso un día, después de prohibirle a ella que volviera a visitarlo y explicarle que sus caminos eran distintos, cuando el sol entraba por la misma ventana a través de la cual añoraba su libertad, Malinche fue encontrado muerto en su celda. Sus ojos abiertos y sin vida miraban las figuras hechas por la sangre de sus venas rasgadas por él mismo y aunque la verdad es que todavía me niego a creerlo, en aquel recinto no se percibía el olor de la muerte que es ese olor de la sangre seca al mezclarse con el inicio de putrefacción de la carne.
Lo más extraño fue lo relatado por los otros reclusos de la sala, según lo cual, de aquella celda salieron varias mariposas rojas, recorrieron juntas todos los rincones del aislamiento y a las dos de la tarde, cuando el silencio ahogaba todos los lamentos, salieron por la ventana de la celda de Malinche, llevándose con ellas el olor de la muerte hacia las montañas.
Enrique Álvaro González