En las montañas del Eje Cafetero, donde el aroma a café se mezcla con la bruma de la madrugada, existe una práctica que ha intrigado a muchos: las faenas comienzan temprano, a las siete o incluso antes, pero apenas una hora después llega la pausa para el desayuno. Esta costumbre, lejos de ser un capricho, es el resultado de años de trabajo en el campo, marcado por el ritmo de la naturaleza y el esfuerzo colectivo.
En las fincas cafeteras, la jornada arranca con las primeras luces. Los trabajadores se adentran en los cafetales apenas con un sorbo de aguapanela, suficiente para espabilar el cuerpo, pero no para llenarlo. El objetivo es claro: aprovechar el fresco de la mañana, cuando el sol aún no pesa y el canto de los pájaros acompaña el trabajo. A esa hora, los granos están firmes, y la recolección es más ágil.
Pero, ¿por qué esperar hasta las ocho para desayunar? Porque el desayuno, en el campo, no es solo alimento: es recompensa. Después de la primera tanda de trabajo, el cuerpo pide energía, y el momento de comer se convierte en una celebración colectiva.
A las ocho, bajo la sombra de un árbol o en la cocina de la finca, aparece la bandeja cargada: arepas calientes, huevos revueltos, plátano maduro, chorizo, queso fresco y, por supuesto, café recién colado. Este desayuno tardío no es solo una necesidad física, sino también un espacio social. Se comparten historias, se comentan noticias y se fortalecen los lazos que hacen del trabajo en el campo una labor comunitaria. Para quienes trabajan lejos de la cocina de la finca o de la casa juega un papel especialmente importante la vianda. La del desayuno y la del almuerzo.
Esta pausa, aunque corta, tiene un valor profundo: revitaliza no solo el cuerpo, sino también el espíritu. Los trabajadores regresan al trabajo con renovado ánimo, listos para enfrentar el sol de media mañana.
Algunos podrían pensar que trabajar una hora para luego parar a desayunar es ineficiente, pero los campesinos saben que es lo contrario. La primera hora de trabajo, cuando el cuerpo está descansado, es la más productiva. Luego, el desayuno repone energías para sostener el ritmo durante el resto del día.
Además, esta rutina responde a la lógica del clima: en el Eje Cafetero, las mañanas frescas son ideales para el trabajo, mientras que a media mañana, con el sol más alto, el cuerpo necesita alimento y descanso para continuar la jornada.
A pesar de los avances tecnológicos y los cambios en las dinámicas agrícolas, esta costumbre persiste en muchas fincas. Incluso quienes llegan desde las ciudades a trabajar o aprender sobre el cultivo del café terminan adoptando esta rutina, entendiendo que, más allá de la hora, lo importante es el equilibrio entre esfuerzo, pausa y comunidad.
En el Eje Cafetero, llegar a trabajar a las siete para desayunar a las ocho no es una pérdida de tiempo, sino un acto de sabiduría. Es la voz de la tierra que enseña a escuchar el cuerpo, valorar la pausa y entender que, en el trabajo del campo, el verdadero fruto no es solo el café que se recoge, sino también la comunidad que se cultiva.
Con esta costumbre, el Eje Cafetero nos recuerda que, en la vida y en el trabajo, el ritmo natural es más sabio que el reloj. Una tradición que, aún en su sencillez, guarda la esencia de nuestra tierra.