Mire Comando, la víctima era un amigo y por eso lo sentía. Pero haber sido elegido para el trabajito fue algo inesperado, como jugada macabra que al final acabó de la mejor forma para todos. Las cosas sucedieron en el patio séptimo, usted ya sabe, el de los bacanes, el mismo al que me costó tanto llegar y donde cambió todo de tal forma que por primera vez en la cárcel tenía opción de mejorar. Ahora casi todos me saludaban sin miedo y quienes no lo hacían era porque no creían en el cambio, pero yo les daba la razón porque después de defender la vida propia y de inquietar la de los enemigos durante tantos años, uno queda con un cartel que más parece callo siete cueros. Ya no lo quita nadie.
Ese día Jara con la mirada inexpresiva que tienen “las plumas” reunió a los hombres en el negocio de su propiedad situado en el centro del patio y enseñó sornero el arma, un revólver con seis tiros. La pregunta fue obvia:
– ¿Y eso, cómo lo conseguiste?- la respuesta, fue también obvia, pero contundente en estos sitios:
– Eso a vos no te importa-.
-Pero… ¿por qué yo, Jara?-.
-Porque vos me debés plata güevón-.
Eso era cierto. La deuda por vicio ascendía a diario y esas deudas las personas como Jara, nunca las dejan sin cobrar. “Además” dijo “te ganás” unos pesos. Después de todo, no es tu primer cascao, “¿Si o qué?”.
El revólver cambió de mano. La mirada imploró el cambio de decisión, pero en un patio donde un puñado de hombres purga todo el día y todos los días cada gota de su pena y su amargura, para ser jefe hay que ser el más parao y Jara lo era. Su voz sonó entonces, como eco lejano y extraño. “Efrén regresa en una o dos horas. Vos verés. Es su vida o la tuya”.
A partir de ese momento me sentí en una encrucijada, Comandante. ¿Sería capaz de matarlo? Y si no lo hacía. ¿Qué hacer entonces?
El arma quedó apretada de güevas, usted perdone Comandante pero así se dice, yo sé que usted lo sabe pero después de intentar ser decente, quiero seguir aprendiendo. Ya en el patio, todos se dispersaron en sitios desde donde podían apreciar la llegada del “futuro muñeco” y ver cómo sucedían las cosas.
La primera vez que supe de Efrén fue en el penal a través de las noticias. Como presidente del sindicato de una empresa con nombres e intereses extranjeros, llevó a su gente a una huelga que exigía mejoras salariales, sanitarias e incluso sociales y familiares, con resultados que hicieron temblar los cimientos de la compañía. Como sucede siempre en estos casos, el gobierno tomó partido en favor del extranjero, la fuerza silenció las peticiones, justas o no. Eso creo que no llegaron a discutirlo pues jamás fueron oídas, y un día cualquiera, lo que se inició como manifestación pacífica, terminó con tres muertos, heridos de las dos partes y desmanes callejeros que superaron las expectativas.
Efrén y la junta directiva del sindicato, fueron detenidos tras un breve arreglo Estado-empresarios, y llegaron a la cárcel, al patio donde ahora su vida dependía del arma escondida entre mis testículos. Muchos lo estimaban, muchos allí tenían algo qué agradecerle a Efrén, pues con su liderazgo la administración había concedido mejoras en los deportes, servicios médicos, la oficina jurídica y otras cosas.
“Tienes madera” me dijo una mañana, “Si te integras a un comité y cambias el comportamiento podrás vivir mejor, hasta puedes tener un mejor patio donde no tengas que pelear por todo”. En aquellos días yo estaba aislado, medio muerto por la garrotiza a que me hice acreedor por atender a una pinta que se enamoró de mí, lo que pasa es que en ese tipo de atenciones cuando se saca “el niño” hay que sacarlo prendido, y en mi caso para apagarlo se requiere una buena dosis de su “tratamiento penitenciario” que, bueno, ustedes los azules no me negaron Comandante. El caso fue que por eso mismo llegó Efrén hasta mi celda, como integrante del comité de derechos humanos. Desde entonces igual que otros me uní a su grupo. Empecé a estudiar, a cambiar de hablado, dejé de llamar gonorrea a los amigos y hasta aprendí palabras bacanas para impresionar.
Efrén nos hablaba de las clases sociales, de los derechos ciudadanos que según él no se pierden en la cárcel, de gente como yo que llega a ser lo que es, porque la puta sociedad no dio una oportunidad diferente para sobrevivir, y en fin, que todo eso y la sincera admiración que yo sentía, provocaba el temblor de mis manos y acrecentaba el frío del arma con que habría de quitarle la vida.
De todas maneras llegó el momento. Efrén apareció en la puerta del patio con rostro alegre y un optimismo tal, que todos lo captamos de inmediato. Todo su ser parecía limpio de la putrefacción del presidio porque personas como él logran pasar a través del barro sin untarse.
“¡La firmé!” gritó. “¡Una pequeña fianza y a la calle!”.
Algunos aplaudieron, otros rieron, los más lo rodearon y lentamente el corrillo de internos fue moviéndose hasta parar frente al negocio de Jara. De pronto, como en un sueño grotesco, a espalda de Efrén y entre brumas, más allá de la entrada del caspete, yo intuía la presencia de aquel y creía oír su risa.
“¿Qué pasa Rigo?”. Preguntó Efrén presintiendo lo qué pasaría al ver surgir el revólver de entre los huevos “¡Si yo soy tu amigo!”.
Durante un momento hubo dudas, por encima de su hombro sólo veía un túnel oscuro en cuyo extremo brillaron los dientes de oro de Jara y entonces la pregunta de cuánto estaría recibiendo él por la vida de aquel hombre, cuánto habría recibido por la de otros que ya no podrían averiguarlo y cuánto valdría para él mi vida, me hicieron ver el camino a seguir. Efrén afuera quedó mudo, estático, asustado. Adentro en el negocio, ahora frente a Jara, este abrió sus ojos aterrados y gritó:
“¡Q´hubo Rigo! ¡Controláte malparido que yo también soy tu amigo!”. Pero estas palabras en su voz hueca, falsa, sin sentido, resonaron en las paredes del túnel donde sucedía todo y como al final de este brillaron de nuevo los dientes de oro, pues levanté el arma y, qué hijueputa, las seis detonaciones del revólver apagaron el brillo, las palabras y su vida. Di la vuelta. Efrén me miraba interrogante, desencajado, me pareció incluso que estaba triste.
“Vaya, hermano”, le dije, “siga enseñando a nuestra gente en la calle. Impida que otros como yo caigan en estos muladares”, y me dirigí hacia la guardia para entregarme junto con el arma y decirle a los tombos, qué pena, Comando, pero es que así también se dice, que nadie en el patio debe ser molestado, porque yo soy el único culpable de la muerte de Jara. Ahora dígame comandante ¿ya me puedo retirar a mi celda?
Enrique Álvaro González