Cuando el uniformado entregó el servicio, tenía orden de extremar las medidas de vigilancia sobre él y así se lo transmitió al compañero quien, al recibir las llaves, comento: “Sabe Dios, si cuando los suyos decidan el rescate, podremos evitarlo”
Él por su parte, entregó lo último que aseguraba tranquila impunidad a su fiesta. A renglón seguido guardó el resto del fajo y suspiró al pensar que dentro de poco iniciaría la más especial celebración de todos los domingos. “Ángela”… “Mi Ángela”. Sonrió.
Algunas cosas cambiaron respecto a las fiestas en la finca donde el olor a campo se mezclaba con el perfume fino y el humo de toda clase de cigarrillos. El muro conservaba el mismo olor a encierro de siempre. Sin embargo, la diferencia era relativa, en el muro no había paisaje y el aire era distinto pero ofrecía seguridad. En la finca lo cuidaban sus escoltas, aquí las sombras azules y lo “menos pior” era que aquí se restringía la libertad pero su poder se mantenía intacto. Las diferencias eran tan relativas que bien podían pasarse por alto.
A través de la ventana surcada por los cuadros de la reja, escudriñaba abajo a las visitantes que entraban afanosas con sus fardos al hombro. Si las cosas iban bien, hoy la vería radiante como siempre la recordaba, con esa sonrisa fresca que le colmaba de alegría y le había hecho falta durante los últimos años en los cuales sus encuentros eran tan escasos y fugaces que tenerla durante tres horas a su lado, bien merecía la celebración. El dinero del “ají” y otros gastos se había invertido bien. Alcohol no habría por respeto a ella. No le agradaba y por otro lado la misma pureza del acto era lo mejor.
La veía poco desde el comienzo de la guerra, esa guerra donde los excesos eran permitidos como derecho a defender la vida. Guerra de víctimas sin número, “sería absurdo cuantificar la muerte”, pensaba. Esa guerra donde una orden suya era sinónimo de sangre, muerte o muchísimo dinero. Guerra de negocios prohibidos en los cuales, por ser guerra, hacían más grande la rentabilidad.
De pronto su cabeza giró dejando ver difusas manchas negras entre las canas. El cuerpo hizo un movimiento agitado al descubrir en la multitud de mujeres visitantes a Leyla. Mientras ella se acercaba al edificio de celdas y cuando supuso que él, desde su pequeño otero en el tercer piso podía verla, lo buscó con la mirada, permitiéndole descubrir en su rostro las noches de desvelo, el llanto continuo y la mueca trágica que marcan las malas noticias.
El Hombre Grande une cabos sueltos. La insistencia del Burro en invitarlo a jugar ajedrez a la hora de los noticieros y otras pequeñas razones le dan a entender que algo ha pasado. ¿Hoy tampoco la vería?
Sintió rabia. “¿Por qué carajos no hablan de frente? ¡Burro! ¡Burro!” Gritó buscándolo, pero recordó que los domingos éste bajaba a recibir los paquetes y acompañar a sus visitantes, por lo que se sentó a rumiar su rabia ante la imposibilidad del desplazamiento inmediato. “¡Maldita cárcel, no joda!”
Siguió la reconstrucción de los últimos sucesos. No sólo el Burro estaba extraño, todos parecían mirarlo diferente y hasta los compañeros de prisión que se acercaban para pedirle dinero lo evitaban. Así fue como, por primera vez en muchos años, desde que tuvo que luchar para sobrevivir, primero en la guerra de la miseria, luego en la de las pandillas, después en la del dinero y en la del poder ahora, sintió miedo. Un miedo intenso que se manifestó en el vientre. ¿Y si le ha pasado algo?
Escuchó el sonido estridente de las cadenas, los candados y el abrir de rejas que permitieron la entrada de la visita. Se levantó tenso, manifestando todo el poder del que era dueño y buscó respuestas en los ojos de Leyla. Ella, transfigurada por el peso inevitable de la desgracia, le dio la noticia sin omitir los detalles de la espantosa explosión. Él, con su mirada perdida en el espacio infinito del odio, lo único que rugió antes de ordenar a su banda que lo sacaran del muro para dirigir desde afuera la guerra sin cuartel, fue:
-¡No, malparidos! ¡Con mi hija Ángela, no!