Destino no escrito

26 enero 2025 10:40 pm

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Daniel Fernández

No ha habido acuerdo en los estudios clásicos acerca de si Helena de Troya forjó su propio rapto o si ella, por el contrario, no pudo oponerse a la voluntad de Paris de ser secuestrada. Incluso abren la posibilidad de que este se llevó a cambio de la misma Helena un fantasma, quizás similar a aquellos que se persiguen para conjurar un desdibujado deseo. Tan antiguo como el vino y el primer dios, el amor sigue su camino impune, provocando estragos como el de la veterana guerra y también, fascinando a una humanidad ingenua que todavía se asombra con el cine y se llena de temor ante lo arcano. Aún en las sombras, sin una mejor conjetura que el platónico mito de la caverna, la especie se ha entregado al ardiente oficio de desarticular las fronteras de lo imposible con la absurda capacidad de la tecnología, la fabulosa alquimia de la filosofía y el insolente rigor del arte, guardando la secreta esperanza de desentrañar por accidente el misterio troyano que aquí ocupa.

La literatura, esa álgebra de la vida, encriptada en los oráculos del horóscopo y del Excel, o en el arbitrio de lanzar una moneda al aire bajo la decisiva influencia de la gravedad universal, contrario a buscar domesticar el destino incita a pensar que los hombres, estrellas fugaces, siendo hoy el futuro del ayer, tampoco erran. Aquello poético llamado yerro, no es un fracaso; se gana con cara y se gana con sello también. Si cae sello hoy, mañana caerá cara, y de este modo se revelan los dos lados de la moneda. Así, el tiempo se convierte en una ilusión y el error y el acierto en un sistema binario de ceros y unos, unos y ceros que transcurre entre válvulas y transistores cósmicos; elementos funcionales a una realidad rica en variables que el arte ha venido decodificando, y que las expresa, por ejemplo, en las desproporciones de los cuerpos pintados por Guayasamín, Débora Arango o Picasso, o en un mundo cotidiano como el de Macondo, descrito tal cual es: deforme como el Hombre Elefante, igual de bello a él, habitado por una infinidad anónima de protagonistas trágicos retratados al lado de Remedios en el indeleble daguerrotipo del amor.

Macondo, o el mundo, comenzó con una aldea de veinte casas en los días en que había muchas cosas que no tenían nombre. Este origen descrito por Gabo no es atribuible a los gallos de pelea que Úrsula culpaba del éxodo que llevó a los Buendía a fundar el legendario caserío, sino a la indignación con que José Arcadio Buendía arrojó su lanza para atravesar la garganta de su compadre, Prudencio Aguilar, por haber dudado este de la potencia viril de aquel tras haber perdido una pelea de gallos. En adelante no habría retorno. Hasta en los sueños se aparece el fantasma de Prudencio Aguilar, tratando de contener con un tapón de esparto la hemorragia que hoy aún no cesa. La lanza que arrojó José Arcadio Buendía contra su compadre en los albores de la humanidad, tomada luego por Alejandro Magno contra su amigo Clito el Negro, seguirá su trayectoria por los siglos sin que, en sus más sofisticadas transformaciones, llámense bombas atómicas, parapetos cuánticos o armas solares incendiarias como la lupa con la que José Arcadio Buendía pretendía armar al gobierno y los espejos de Arquímedes usados contra la flota romana, logren jamás exterminar a la especie; aunque sí garanticen, misteriosamente y para siempre, la prevalencia del arte.

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