El presidente de los Estados Unidos de América Donald Trump ha sido noticia toda la semana por su posesión el lunes, pero también por los centenares de órdenes ejecutivas que ha emitido desde entonces. El posicionamiento de su nación en el mundo fue un reto desde el comienzo para el magnate y, con ello, sus anuncios problemáticos en diferentes frentes. El retiro del país más poderoso del mundo de organizaciones de cambio climático y salud fue apenas una parte de los acontecimientos a digerirse por la comunidad internacional.
Sin embargo, uno de los frentes en los que Washington está decidido a crear una verdadera guerra es la inmigración. El despliegue de miles de soldados a la frontera sur y la cacería de residentes irregulares hace sentir la fortaleza del nuevo gobierno. Desde cierta perspectiva parece lógica la determinación, puesto que cada Estado-Nación tiene el derecho de organizar sus límites territoriales, así como las reglas de domicilio, permanencia y ciudadanía. Este fundamento político hace parte del concepto mismo de soberanía.
No obstante, cuando un Estado ha sido el fruto de la inmigración y su desarrollo se ha gestado por cuenta de nómadas que en el pasado tocaron sus puertas, mal puede desconocerse esta costumbre. Muchas familias, no sólo Latinoamericanas, se conformaron a partir de la ilegalidad y niños producto de un amor que no reconoce papeles son ciudadanos del norte. La inmigración no puede ser vista simplemente como una peste que debe ser erradicada no sólo porque se trata de seres humanos con derechos, sino porque la complejidad del problema implica una dimensión más integral.
El fortalecimiento de las condiciones institucionales y económicas de los países de origen de los inmigrantes, por ejemplo, es un camino que disminuye la cantidad de visitantes permanentes. Una diplomacia fluida para el combate del crimen trasnacional y el orden interno son pasos complementarios para evitar desplazamientos masivos por agrestes caminos y fuentes hidrográficas. No es estigmatizando al foráneo como se logra una mejor seguridad o más empleo en las potencias.
Una visión discriminatoria evoca tiempos de horror del siglo XX y polariza aún más una aldea global que, guste o no, cada vez está más conectada. Los incendios en Los Ángeles son una demostración de cambio climático, independientemente de que se le reconozca o se haga transición a energías limpias. Por ello, el combate idóneo de la inmigración no se lleva a cabo con el estigma, sino con políticas públicas internacionales que faciliten el desarrollo, la vida digna y la disminución de brechas. Una persona con sus derechos básicos cubiertos no anhelará dejar su hogar y seres queridos.
Así las cosas, la perspectiva de “Make America Great Again” pasa por no limitar los esfuerzos a la tierra de Tío Sam, sino al impulso de un motor continental y mundial de ganancias que vayan más allá de dos bolsillos. Un análisis en contrario no contendría el paso de personas irregularmente por más muros que se construyan. Se pueden llevar miles de batallones para persuadir el no ingreso de centroamericanos, sudamericanos o africanos, pero las carencias y deseos de un mundo mejor siempre van a generar que, para algunos, el riesgo valga la pena.
En ese sentido, bienvenida la devolución de nacionales, pero también es imperativo el concurso de iniciativas, proyectos y empresas por un futuro mejor para todos. La Grandeza del que tiene mucho no se mide solo por lo conseguido, sino por la generosidad con la que comparte con aquellos que no son tan favorecidos. El humanismo implica el discernimiento de la solidaridad y, con ella, el aprendizaje para un porvenir en el que quedarse en casa sea una cuestión natural. Así se lograría un mundo local desde una perspectiva global.