Carolina Otero, que pasó a la historia de las grandes cortesanas con el apelativo de la Bella Otero, nació en Valga, España, el 4 de noviembre de 1868. Domiciliada en Francia, se convirtió en la reina de París a los 35 años. Era la mujer más fascinante de la Belle Époque. Carlos Lleras Restrepo, en el escrutinio que sobre ella hace en el libro De ciertas damas, recuerda que todos afirmaban que era imposible ser más bella. José Martí, deslumbrado con tanta hermosura y tanto encanto, manifiesta: Ya llega la bailarina: / soberbia y pálida llega; / ¿cómo dicen que es gallega? / Pues dicen mal: es divina.
Afincada en la cima de la celebridad, todos querían llegar hasta la Bella Otero, cortejarla y amarla, como si fuera fácil distinguirse en medio del desfile de amantes que la conquistaban con joyas, riquezas y títulos nobiliarios. Era una de las figuras más cotizadas en los altos círculos parisinos, y de allí se derivaba el incontable capital que llegó a tener. Insaciable en el anhelo de poseer, disfrutaba de sus amantes con el apetito obsceno que la consumía.
Como hija de madre soltera, conoció la pobreza extrema. Fue violada a los 10 años. Ejecutó oficios humildes, como el de bailarina de cafetines, atmósfera en que ejerció la prostitución. Un día se cruzó por su vida un banquero que, admirador de su arte para el baile, la condujo a Marsella, donde inició sus giras como bailarina erótica y consiguió fama internacional. De ahí en adelante se haría amante de hombres poderosos. El olor del dinero la llevó a los casinos de Montecarlo y Niza, escenarios absorbentes en los que dilapidó gruesas sumas de dinero.
En Niza compró una suntuosa casa de 15 cuartos, que bautizó –en su honor– como Villa Carolina, y más tarde se vio precisada a venderla cuando sus finanzas se vinieron al suelo. Y conoció la infelicidad. Ya en esas alturas de su fulgurante existencia, un día se encontró atrapada por su edad decadente. Sus hechizos se habían ajado y sus amantes se habían apartado de su camino, como suele ser la amarga verdad de la gloria efímera. El olvido la agobiaba. Era una flor seca que rodaba por las calles de Niza, donde miraba con grima su mundo arruinado: había perdido todo su capital y se hallaba sola.
Frente a semejante realidad, y rumiando la fama y los halagos del pasado lisonjero, una noche intentó suicidarse. Sin embargo, detuvo el arma y se desgonzó sobre su adversidad. Extinguida la llama amorosa, fue invadida por la melancolía. El cuerpo fulgurante de otra época estaba desfigurado por la decrepitud. Evocando su época de fasto, volvieron a su mente los días acariciantes en los que el mundo se rendía a sus pies. Se vio en la distancia del tiempo como la diosa de la Belle Époque, idea torturante que pretendió desvanecer con un alucinógeno.
Quiso prepararse un poco de café, pero fue incapaz de manejar el hornillo. Una camarera del hotel Nouvel, que descubrió el humo que salía de la habitación, penetró en el recinto y la encontró sin vida. Murió de 96 años, el 10 de abril de 1965. Solo asistieron al funeral varios crupieres y el gerente del casino de Montecarlo, que no la habían olvidado.