La falacia de la equidad

1 enero 2025 2:03 am

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En el discurso contemporáneo, pocas palabras tienen tanto peso moral como “equidad”. Políticos, académicos y activistas la invocan como una especie de llave mágica que abrirá las puertas de un mundo más justo. Sin embargo, la equidad, en su aplicación práctica, a menudo se convierte en una falacia, no porque el concepto sea inválido, sino porque se le atribuye una universalidad que ignora las profundas diferencias culturales sobre lo que constituye bienestar, felicidad y justicia.

Un ejemplo ilustrativo es la manera en que distintas culturas perciben el éxito individual. En sociedades occidentales, particularmente en aquellas moldeadas por el capitalismo anglosajón, el bienestar se mide en gran medida por la autonomía personal, el crecimiento económico y la acumulación de bienes materiales. En cambio, muchas comunidades indígenas en América Latina o África subsahariana priorizan el sentido de pertenencia al colectivo, el equilibrio con la naturaleza y la preservación de las tradiciones como pilares de la felicidad. Este choque de valores pone en evidencia que la idea de equidad no puede ser un molde homogéneo. Lo que para unos puede ser un acto de justicia —como una redistribución basada en criterios universales— puede parecer una invasión o un desarraigo cultural para otros.

En Colombia, este dilema se materializa en la tensión entre las políticas estatales y las comunidades rurales o indígenas. Un ejemplo recurrente es el enfoque en el desarrollo económico. Mientras los tecnócratas en las ciudades impulsan proyectos agroindustriales o de minería bajo la bandera de “cerrar brechas”, muchas comunidades locales perciben estas intervenciones como una amenaza a su bienestar, definido en términos de autonomía cultural y armonía territorial. Para los primeros, equidad significa acceso igualitario a los recursos y mercados; para los segundos, significa respeto por su forma de vida.

A nivel global, el debate sobre el cambio climático también expone las falacias de la equidad. Las naciones desarrolladas abogan por una reducción de emisiones que implique sacrificios económicos para todos los países. Sin embargo, esta postura desconoce el derecho de las naciones en desarrollo a alcanzar niveles de industrialización similares a los del Norte Global. ¿Es equitativo pedirle a un país africano o sudamericano que renuncie al progreso material cuando sus emisiones históricas son una fracción de las de Estados Unidos o Europa? Aquí, las definiciones de justicia y bienestar chocan de manera frontal.

Lo mismo ocurre a nivel individual. Las políticas públicas suelen partir de la premisa de que todos aspiramos a los mismos ideales. El énfasis en el acceso universal a la educación superior, por ejemplo, ignora que no todos los ciudadanos valoran el título universitario como la única vía hacia una vida plena. Muchas personas encuentran mayor satisfacción en oficios que no se alinean con los modelos educativos tradicionales. Impulsar una “equidad” que fuerza a todos a transitar por los mismos caminos, en lugar de reconocer la diversidad de metas y aspiraciones, perpetúa una visión limitada de lo que significa prosperar.

La falacia de la equidad radica en su intento de imponer soluciones uniformes en un mundo que es profundamente diverso. No se trata de descartar la importancia de reducir las desigualdades, sino de hacerlo reconociendo que el bienestar no tiene una única definición y que las visiones de felicidad son tan plurales como las culturas que habitan el planeta. En la búsqueda de equidad, corremos el riesgo de priorizar métricas globales sobre los significados locales, sacrificando aquello que hace valiosa a cada sociedad: su particularidad, su historia, su esencia.

El desafío, entonces, no es construir un mundo donde todos tengamos lo mismo, sino uno donde todos tengamos lo que realmente necesitamos para vivir según nuestras propias definiciones de bienestar. Una equidad auténtica no uniforma; celebra la diversidad. Solo así podemos aspirar a una justicia que sea, a la vez, universal y profundamente humana.

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