Espero no ser de los únicos que –salvo si las estadísticas me desmienten– tuvo la sensación en este diciembre de que la ciudad se desocupó. Y resultó ser un mes muy intenso, en el que las gentes colmaron los almacenes para comprar y luego de entregar en papel regalo lo adquirido y cenar ensalada de papas con jamón. También viajaron, en bus o en avión, hacia los más disímiles destinos. Lo importante era huir. Cada cual se llevó la ciudad con él, como en el poema de Kavafis.
Es cierto que la pospandemia espantó a los ciudadanos de los lugares cerrados, tanto que hasta el cine como espectáculo masivo ya lleva varios años contando con el fervor de apenas cuatro gatos. En los buses intermunicipales, pues, más de una furrusca debió haber por una silla. Y en los aviones, igual: miles llenaron vuelos neuróticamente para desplazarse a lugares exóticos, si es que de estos sobreviven algunos en el mundo. Pocas cosas tan multitudinarias hoy en día como un aeropuerto. Tanto que, aún multiplicados los aviones, hay escasez de vuelos y pistas, y las empresas aéreas han reducido en centímetros y kilos los equipajes de mano y, por supuesto, las maletas que van en la panza de las naves. Eso se debe, quizás, a que las empresas aéreas, para rendir las utilidades, han disminuido un espacio entre las hileras de sillas para hacer caber una hilera adicional. Los pasajeros transmiten videos sobre las escaramuzas que protagonizan, ya a bordo, por un asiento, y poco importa que de pasillo o ventana. O porque algún viajero de atrás introduce sus pies descalzos por entre los brazos de las sillas, como si el de adelante fuera a arreglarle las uñas.
Los hoteles no son una excepción y sus huéspedes chapalean en las piscinas entre la muchedumbre de bañistas. ¿Por qué salir, entonces? Es que el mundo se ha vuelto un lugar inhóspito y quizás cambiar de paisaje permite la ilusión del sosiego.
El acumulado de pronósticos no parece favorable para la humanidad. Bien vista, la disminución de nacimientos (por primera vez nace menos gente que la que muere) puede solucionar temas como la emigración, la presión por el empleo, el consumo de servicios, sobre todo el del agua y la electricidad. Pero es una novedad que nos conduce a un planeta de ancianos. Y no, no estamos preparados.
La IA, los drones, los algoritmos, el ADN personal disponible para el que quiera verlo, aunque no los entendamos, nos angustian. Nos quedan grandes. Israel disparando misiles a Gaza, a Yemen, al Líbano, asusta hasta a los despolitizados. Las finales de fútbol son preparativos bélicos en los estadios y sus alrededores. La pólvora está matando en Cali a los perros y a los ciervos de zoológico de los nervios. Netanyahu, Milei, Meloni, Noboa, Bukele, Maduro y Trump están sueltos.
Decía el pensador católico francés Jacques Bernard que “el hombre ha llegado a ser dios, antes de haber aprendido a ser hombre”. Y Bob Dylan, en su canción “Soplando en el viento”, dijo: “¿Cuántos hombres deben morir antes de que se prohíban las armas? La respuesta, amigo mío, la encuentras en el soplo del viento”.
Como quien dice, arreglemos las maletas y vámonos a celebrar diciembre.