El traído, cuento de Navidad

28 diciembre 2024 9:30 pm

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Julio César Londoño

María Octavia aspiró su cigarrillo y lo aplastó en el cenicero de peltre rojo que Rosita le trajo de su viaje por el Magdalena, se levantó, guardó la costura, levantó la tapa y metió en el vientre de la máquina el cabezote negro y plata con letras doradas.

A las cinco y media llamó a sus hijos para rezar el ángelus en las bancas del primer patio y tomar mazamorra con dulce macho quebrado. Aparecieron todos menos Loca Biche, la más brincona de sus diez hijos. La llamó a gritos pero nadie respondió y se alborotó la casa de don Lorenzo.

Los gritos llegaron hasta lo más alto del palo de mango, donde Loca Biche se refugiaba cuando se le metían unas tristezas largas como lombrices, como la de su primer día de escuela después de las vacaciones de diciembre.

No voy a bajar, se dijo, no-bajo-y-no-bajo.

Ese día de enero todas entraron al salón y con lista en mano les asignaron nuevos pupitres, rezaron, copiaron el horario y llegó el momento que Loca Biche había acariciado desde el 25 de diciembre. Con sus cornetas de vicentina y su voz de soprano, la hermana Eddy propuso: cuéntenme qué hicieron en vacaciones y qué les trajo el Niño Dios.

Ahí empezó la catástrofe.

En orden de lista sus compañeras contaron sus viajes a Maiba, a Alegrías, a Tareas, los buñuelos, la miel de estancia, el pesebre, las muñecas, los peines de carey, los espejos con marco de baquelita roja, los pañuelos bordados, pequeños tesoros. Mientras más traídos contaban, aumentaban los latidos del corazón de Loca Biche. Ya van a ver mi traído, pensaba relamiéndose.

Al fin le llegó el turno. El niño Dios me trajo un abrigo en paño cheviot de color café en leche –dijo–, unos zapatos de material con suela de goma y dos tiquetes para un viaje en cable de Aranzazu a Manizales, para mi hermana y yo.

Un murmullo de admiración inundó el salón. Cómo se habrá portado de bien usted todo el año, comentó la hermana Eddy, y Loca Biche tocó el cielo y levitó en fragancias de azahar, riqueza y santidad.

Luego otras niñas contaron sus paseos a Neira, a Aranzazu y a Pácora y describieron pulseras, collares, muñecas y hasta una caja de música con seis parejas bailarinas, pero el mejor traído seguía siendo el suyo.

Por último habló Bolita, la menor del curso. Era pobre, menudita y callada. A mis ocho hermanos y a mí –contó– el Niño Dios nos trajo un mechón de sus cabellos.

Primero hubo un silencio helado y luego un nooo de incredulidad y luego un ohhh colectivo y finalmente una ovación cerrada y Loca Biche sintió que el corazón se le precipitó al fondo del estómago y le retorció las tripas y olía a muñeca nueva pero ajena, y no habló porque la voz se le quebraría en mil astillas.

Luego Bolita mostró su traído. Era una bolsita de retazos cuadrados diminutos y perfectos, cosidos a mano por la Virgen María, era evidente, y adentro una seda transparente que olía al viento de la mañana, un tejido levísimo, tan leve que si lo sopláramos tardaría horas en caer, y adentro un rizo de cabellos rubios, casi blancos, como los de Bolita, atados con una cinta azul ilusión que todas pudieron ver pero ninguna se atrevió a tocar.

Cuando terminó su mazamorra, la hermana mayor subió al mango porque sabía que Loca Biche se encaramaba allí a llorar o a estar sola.

La encontró echada en su horqueta favorita. Loca Biche ya no sentía envidia. Era un sentimiento mucho más enredado. Se abrazaron en silencio y bajaron del mango pero Loca Biche ya era una niña distinta a la que subió antes del ángelus. Algo se le había empezado a romper por dentro.

Cuento de una amiga que cocina entre semana y estudia los sábados en mi taller de escritura. Gracias, Rosahelena Macía, es el mejor traído de esta Navidad.

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