En las selvas colombianas han sido comunes a lo largo de la historia las llamadas “bonanzas”; esas dinámicas económicas que se han generado en los territorios a partir de la explotación de algún producto o mercancía y que han llevado a las sociedades que las viven y sufren a cambios radicales en sus vidas, eso cuando las sobreviven.
Bonanzas como la de la quina, una planta medicinal que desde el siglo XIX empezó a ser apetecida por el incipiente mercado farmacéutico europeo, marcó la primera oleada de economías extractivas y de esclavización de los indígenas amazónicos a manos de estos “comerciantes”. Así mismo, la mas famosa bonanza cauchera, material fundamental para el desarrollo industrial de las potencias occidentales a fines del siglo mencionado y principios del XX, derivó en un genocidio de proporciones demenciales que ha sido bien referenciado incluso en la literatura, con obras como La Vorágine de José Eustasio Rivera o mas recientemente El Sueño del Celta de Mario Vargas Llosa. Otras “bonanzas” como las del petróleo o la coca, esta última más que bien conocida en nuestro país, han sabido dejar sus propias cicatrices.
En la actualidad una nueva bonanza ha ido ganando espacio en la selva y en los territorios indígenas, sin que las consecuencias de la misma aún se conozcan, pero empezando a desencadenar situaciones que, si bien están trayendo beneficios económicos a algunas comunidades, no están exentas de polémica y situaciones a revisar, toda vez que la falta de regulación sobre estas actividades están llevando a que cada caso y negocio se plantee de distintas formas y generando distintos resultados.
El mercado de bonos de carbono, tal como ha sido concebido a partir de los acuerdos de París y el protocolo de Kioto, es un sistema financiero en el cual se comercializan en el mercado de valores los créditos de carbono, certificados que empresas o personas pueden comprar o vender, garantizando con ellos que se está dando una reducción de gases de efecto invernadero, esto para hacer frente al cambio climático.
Para que estos bonos existan, se requiere la garantía y verificación de que se está contribuyendo con la captura de CO2 del ambiente, lo que le conviene a muchas empresas que, para buscar reducir su impacto en el cambio climático, compran estos certificados asegurando así que están compensando las emisiones que generan a través de fomentar la reforestación o conservación de grandes espacios de bosque nativo, el más efectivo para esta captura.
Con la selva mas grande del mundo como despensa para este mercado, son ya muchas las empresas que en el país están trabajando tanto para incluir grandes extensiones de bosque nativo a estas prácticas, como también estableciendo los mecanismos de medición del CO2 capturado y el relacionamiento con las comunidades étnicas que salvaguardarán el que en sus territorios siga existiendo bosque nativo. En esta amplia gama de empresas encontramos algunas con protocolos estrictos y profesionales en el que se respetan las autonomías y gobiernos indígenas, aunque también otras que siguen actuando a través del engaño y la desarticulación de las estructuras tradicionales, generando fracturas sociales que en el pasado no se habían visto.
En algunos lugares de la Orinoquía, tal como es el caso en el Bajo Río Guainía o en el río Mirití Paraná, la intervención de empresas de bonos de carbono ha ido de la mano con el desconocimiento de procesos organizativos propios enmarcados en la legislación colombiana, tal como lo es la conformación de las Entidades Territoriales Indígenas, un mandato constitucional que recién se está operativizando con la implementación del Decreto Ley 632 de 2018.
En estos territorios, la iniciativa de los liderazgos indígenas por conformar sus gobiernos propios al amparo de esta nueva legislación ha chocado con los intentos de saboteo que estas empresas han ido adelantando, sea comprando consciencias con pagos de dinero en efectivo a la población o a los capitanes de las comunidades, como también avanzando en torpes procesos judiciales que sin ningún sustento constitucional buscan torpedear estos procesos.
Todas estas acciones, que se han adelantado buscando que el negocio, tal como lo han planteado con las comunidades, siga dando un mayor beneficio a los intermediarios y algunas migajas para quienes allí habitan, están generando a su vez divisiones y peleas entre comunidades, pueblos, vecinos y hasta familiares, debilitando gravemente los lazos de solidaridad que ancestralmente han existido y las prácticas culturales tradicionales, toda vez que la promesa de dinero fácil ha hecho que se olviden las formas de producción y sustento que hasta hace pocos años estaban aún alejadas de las lógicas del mercado, particularmente voraces en estos territorios alejados del centro del país.
El mercado de bonos de carbono es una oportunidad para las comunidades indígenas, siempre y cuando este no entre en contradicción con las formas propias de gobierno, autonomía y producción económica, pero para que esto se asegure es necesario que el Estado colombiano termine de definir una regulación estricta para su ejercicio, así como medidas de especial protección y capacitación para las comunidades étnicas que están empezando a participar de estos mercados, de lo contrario estamos ad portas de un nuevo escenario de explotación de los pueblos y territorios indígenas, no muy distintos a los que nos dejaron las pasadas “bonanzas”.