Quiscalus mexicanus

Un texto de Jorge Orrego.
15 diciembre 2024 12:20 am

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Serrucho tiene cáncer en la próstata y está pendiente de su turno para la operación. Mientras tanto, sigue cuidando carros en las cercanías del Aeropuerto el Edén, en un bello paraje de samanes majestuosos que albergan centenares de aves. Llega temprano, en la mañana, pedaleando su cicla que deja recostada en el tronco de un joven árbol de matarratón.

Antes de llegar los primeros carros, Serrucho barre el predio con esmero y hace pilas de piedras para para demarcar su territorio. Muy cerca de allí están las canchas de futbol. También hay caspetes bordeados de acacias y mangos inmersos en el bullicio de los pájaros y el canto mágico de las cigarras.

Las Mariamulatas forrajean en el prado y sobre el piso de tierra, con su plumaje negro iridiscente y su cola como un par de aspas, buscando migajas de arepas e insectos. Destaca una que tiene solamente una patica, pero ahí va, con sus salticos, luego emprende vuelo.

A eso de las nueve y media de la mañana, una pareja que abandona el sitio en un carro de alta gama le regaló a Serrucho dos pan de yucas fresquitos en una bolsa plástica. Serrucho abrió la bolsa y los miró con avidez, pero decidió guardarlos hasta el mediodía para comerlos de sobremesa en el almuerzo.

Con mucho cuidado, ató la bolsa al sillín de la bicicleta a la sombra del matarratón y volvió a sus deberes de atender el rústico parqueadero. Serrucho viste un chaleco con el numero 7 impreso en la espalda. Su andar era cansino.

Llegado el mediodía, fue hasta donde tenía la cicla pero la bolsa había desaparecido. Por el suelo vio despojos del plástico, pero las dos roscas no estaban. Serrucho fue a sentarse en una gran piedra donde solía estar y recordó el antiguo refrán:

“El que guarda manjares, guarda pesares”. Se oyeron ruidos de hojas y ramas y cayó al suelo medio buñuelo, desde lo alto del árbol donde las Mariamulatas parecían reírse con sus graznidos estridentes.

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