“Aquí está nuestro territorio, en esta capilla…”
Con estas palabras, que parecían un juego retórico, el gobernador del resguardo de Polindara, ubicado en el municipio de Totoró, departamento del Cauca, me hizo la presentación del lugar al que acabábamos de entrar; una capilla católica que podría ser como cualquier otra, pero que, me enteré apenas entramos, contenía una historia tan trágica como particular.
Me encontraba en el resguardo del pueblo indígena polindara, un grupo étnico que fue reconocido por el estado colombiano con una identidad propia y particular hace no más de 10 años ya que antes de esto vivieron invisibilizados entre otros grupos, como los Misak, Nasa o Totoroez, sin que su propia cultura e historia fueran entendidas como distintas a las de sus vecinos.
Entre los hechos que marcaron el devenir de este pueblo se encuentra uno en especial, que es el que lleva a la situación que nombro en el primer párrafo; una historia en la que se entremezclan por igual la violencia y el despojo con la reivindicación identitaria y las creencias religiosas, en un episodio que resume en muchos sentidos la historia del departamento del Cauca y del país en general.
El primer registro que en términos de titulación legal se tiene del territorio polindara data de 1615 aproximadamente, cuando las autoridades coloniales españolas le reconocieron al pueblo indígena la posesión de un vasto territorio (que sin embargo no correspondía a la totalidad del territorio que tradicionalmente habitaron) para que en el estuvieran bajo la figura de la encomienda. El título colonial se mantuvo vigente y como garantía legal de la posesión por parte de los indígenas hasta mediados del siglo XVII, cuando un incidente infausto da origen a esta historia.
Varias versiones escuché en su momento entre los polindara sobre este hecho, pero en términos generales coincidían en que todo se originó cuando al gobernador del cabildo indígena, en algún momento del siglo XVII, regresaba de hacer unas diligencias en Popayán cargando consigo los documentos oficiales del título colonial. Cansado del viaje, la autoridad indígena paró en una chichería que era de propiedad de una acaudalada familia de blancos de apellido Arboleda, lugar en el que se emborrachó (o lo emborracharon según algunas versiones). Esta situación fue aprovechada por los empleados de la familia mencionada para hurtarle los documentos y luego adulterarlos (aunque en otra versión me dijeron que aprovecharon su borrachera para hacerlo firmar una sesión del título). De la noche a la mañana, literalmente, el pueblo polindara había perdido su territorio.
Pasaron los años y quienes se apoderaron del título convirtieron el otrora territorio indígena en una gran hacienda privada, confinando al pueblo al pequeño territorio que actualmente ocupan. El despojo fue denunciado por la comunidad desde el mismo momento en que se enteraron del mismo, y fue tanta la insistencia ante las autoridades coloniales que, ya entrado el siglo XVIII, la heredera de la familia Arboleda, una monja de nombre Úrsula, planteó una solución que en su cabeza sonaba justa.
Al enterarse Úrsula de que en la comunidad estaban construyendo una capilla, quiso salirse del problema tranzando con las autoridades indígenas la “compra” del territorio usurpado con treinta obras de arte religioso de origen colonial Quiteño, que eran propiedad de su familia, aduciendo además que esto permitiría no solo solucionar el litigio sobre el territorio sino también fortalecer la vocación católica de los indígenas.
Tres siglos pasaron desde aquel “negocio” que los polindara tuvieron que aceptar. En los años 60 del siglo XX el territorio que les quedó luego del despojo fue constituido como resguardo bajo las leyes de la República de Colombia y otros procesos históricos se fueron dando en el lugar. Los cuadros, colgados en las paredes de la capilla, han sido silenciosos testigos del paso de la historia y la realidad nacional, lo que incluye la intromisión de actores armados ilegales y demás tragedias propias de nuestro país.
Los cuadros siguen ahí, en la capilla del convento de las monjas lauritas, y a pesar de que en los años 80 del siglo pasado un ventajoso sacerdote de nombre Alfonso Burbano se robó seis (aunque su intención era llevárselos todos aduciendo que eran de propiedad de la iglesia y que en Popayán serían mejor conservados), o que incluso en 2012 un intento de hurto de cuatro de estos fue neutralizado por la misma INTERPOL cuando los bandidos que los habían robado intentaban sacarlos del país, su presencia en la capilla es un recordatorio para las próximas generaciones de polindara del territorio perdido y las mentiras e injusticias que no se deben volver a repetir.