Por cuenta de la semiótica social, el término cultura política ha pasado a formar parte del lenguaje cotidiano en la sociedad de nuestro tiempo. Además de constituir el lenguaje verbal de laudatorias apreciaciones sobre el interlocutor o el grupo a quien se dirige su valoración, lo es también del ánimo descalificador de los habitantes.
En los medios de comunicación, en las redes sociales y hasta en las exposiciones públicas convencionales se escucha reiteradamente el uso de esa expresión para explicar las actitudes y la conducta de determinados grupos poblacionales.
La escasa formación en pedagogía política que ofrecen los partidos tradicionales, con excepción del ya antiguo Instituto del Pensamiento Liberal que, bajo la dirección de quien suscribe esta columna, realizó seminarios de formación en Cultura Política democrática o la definición de ideología y su papel en la dinámica social, que atrajo a numerosos investigadores de las más diversas disciplinas, en el fructífero período presidencial del doctor Horacio Serpa (q. e. p.d.) en la DLN.
Ahora, el término Cultura política es utilizado de manera muy particular cuando los contertulios o audiencias desean hacer indudables sus habilidades intelectuales y no encuentran “a la mano” herramientas conceptuales apropiadas que les contribuyan desde el conocimiento a esclarecer o precisar las diferencias, entonces suelen apelar a esa noción, para elogiar o descalificar a quien deseen incluir en sus análisis críticos y sentirse ´superiores´.
“El lenguaje es el espejo del pensamiento”, según lo enseñó el lingüista suizo, Ferdinand de Saussur, quien dijo también que cada vez que el portavoz quiere “descrestar” a los ignaros de la cuadra o compañeros de oficina con escasa formación, los hace objeto de esta forma de colonialismo intelectual. La construcción de la realidad es inseparable de la construcción del sistema semántico en que se halla codificada la realidad.
No obstante, la recurrencia del termino y lo familiarizada que esté la opinión pública con él, no quiere decir que el concepto esté cabalmente comprendido en su significado fuera de las aulas de la Academia universitaria; que, incluso, hace parte del dédalo de las grandes cuestiones estatales de nuestro tiempo. Para completar, con esta apreciación nos encontramos si queremos observar la función de los partidos políticos en nuestro país. ¡qué pobreza!
En la medida en que un término como el aludido pretende inscribirse en el conjunto lingüístico de preceptos científicos, lleva a sus autores a propugnar su uso ambiguo, es evidente que allí hay un déficit filológico.
Sin embargo, es necesario precisar que la cultura política, así cualificada, se diferencia de otros conceptos igualmente referidos a elementos subjetivos que guían la interacción de las relaciones de poder por su alcance y perdurabilidad. No se confunde, por ejemplo, con el criterio de ideología, porque éste hace alusión a una formulación predominantemente doctrinaria e internamente consistente que grupos reducidos de militantes o seguidores promueven conscientemente.
Mientras que la ideología política se refiere más a un sector determinado y diferenciado de la ciudadanía que, a ésta en su conjunto, como sí es la cultura política, la cual tiene una pretensión general y nacional.
A diferencia de la actitud política otra variable intermedia entre una opinión y una conducta, y que es una respuesta a una situación dada, la cultura política hace referencia a pautas consolidadas, naturalizadas, menos expuestas a coyunturas y movimientos específicos por los que periódicamente atraviesa una sociedad, incluidas las más avanzadas. En cambio, la actitud política es una disposición mental, una inclinación organizada en función de asuntos políticos particulares que cambian con suma frecuencia.
Dado que se trata de un referente esencialmente psicológico, la Cultura Política también se diferencia de forma clara de la conducta política de los individuos o sus grupos, asociaciones o comunidades.