Pasadas las dos de la tarde, los buses fueron llegando uno tras otro en una fila que parecía interminable. Luego de un recorrido en el que no faltaron los inconvenientes y retrasos, y que por lo tanto tomó más de un día desde Bogotá hasta Pueblo Rico (Risaralda), noventa y cinco familias embera chamí regresaban a sus tierras, las mismas de las que muchas habían salido a causa de la presencia e influencia constante de grupos armados y economías ilegales.
Mientras llegaban, en los resguardos cercanos a Pueblo Rico esperábamos delegados de distintas instituciones del Estado. Al lado de la vía y desde horas de la mañana descargábamos camiones con mercados, organizábamos los paquetes de ayuda humanitaria y cuadrábamos los almuerzos que se iban a repartir a los viajeros apenas bajaran de los buses.
Si bien llevábamos desde muy temprano apostados en el lugar tratando de tener todo lo mejor organizado, al momento de la llegada de los buses andábamos a las carreras buscando opciones para suplir con algún alimento el pollo guisado que se había incluido en cada uno de los menajes, que a esas alturas estaba totalmente dañado por no haberse pensado en una refrigeración adecuada para climas tan húmedos.
A la llegada de los buses se había logrado solventar la situación improvisadamente, consiguiendo llevar al lugar algunos almuerzos que habían sobrado en otros puntos de llegada. Esto sin embargo fue el menor de los presagios sobre el destino de un proceso que, como es normal en nuestro país, se adelanta de improvisación en improvisación y, por lo tanto, termina con unos resultados muy alejados de los esperados.
Las políticas públicas, a pesar del tan cacareado “enfoque diferencial étnico” que dicen aplicar, carece generalmente de un verdadero análisis de fondo sobre las comunidades con las que trabajan, las realidades territoriales en los resguardos, e incluso como han sido los procesos de transformación cultural que viven las familias que han estado en contextos urbanos por muchos años.
Ejemplos de este tipo abundaron en aquel proceso de retorno que se hizo hace más de once años; por un lado, mucho dijo de la situación de seguridad en el territorio el que, al ir el equipo de funcionarios por la carretera destapada hacia el resguardo, nos cruzamos con una inmensa retroexcavadora que transportaban en un remolque camabaja del que nos “recomendaron” que mejor no preguntáramos de quien era o para que iba a ser destinado. Era evidente que el destino al que estaban retornando las familias embera lejos estaba de haber sido saneado de economías ilegales.
Así mismo, nadie tuvo en cuenta nunca que entre las familias había muchas que llevaban más de una o dos décadas en la capital del país, y que en ese sentido eran también muchos los jóvenes cuyas vidas habían transcurrido en entornos urbanos, con todos los pros y contras que esto conlleva.
Al bajar de los buses los muchachos, con sus pelos engominados, camisetas de equipos de futbol europeos y celulares, eran recibidos por sus primos y otros jóvenes que no se habían ido. Jóvenes urbanos llegando a vivir al campo, en donde la señal para sus celulares seguramente no iba a funcionar y el acceso a los bienes y servicios de las industrias culturales que ya sentían propias no tenían formas de llegar.
Posiblemente nadie en la institucionalidad del momento pensó en ese choque cultural y como el mismo iba a condicionar en gran parte el éxito o fracaso del retorno, así como tampoco se pensaron medidas de contención o de acompañamiento para esta nueva adaptación de unos jóvenes que, a pesar de ser orgullosamente emberas, no se sentían en casa al llegar. Las semillas de unos nuevos problemas se estaban sembrando.
Más de once años después, aproximadamente dos mil embera chamí de todo el departamento de Risaralda se han movilizado hacia Bogotá declarándose en minga ante las instituciones del estado, teniendo tomada actualmente la sede de la Agencia Nacional de Tierras, esto para presionar el cumplimiento de una gran cantidad de acuerdos que nunca se han materializado en los territorios, lo que los ha expuesto a las mismas condiciones de inseguridad, pobreza y abandono que en tiempos pasados ya habían generado los desplazamientos.
Entre las situaciones que reportan estar viviendo, incluyen unas altas tasas de desnutrición infantil y, un dato que no es para nada menor, unas cifras disparadas de suicidios entre jóvenes. Quien sabe cuántos son de aquellos que, siendo niños, llegaron en aquel retorno a unos lugares a los que tal vez nunca pudieron adaptarse, pero qué en su condición de indígenas, siguen enfrentando las mismas barreras que históricamente les ha puesto una sociedad que aún tiene internalizado un racismo estructural que no puede pasar de la constante estigmatización. Recordemos que las tasas de suicidio de jóvenes indígenas en el país superan por mucho el promedio nacional, y una de sus causas es justamente esa condición de “liminalidad” en la que se ven sometidos al no sentirse parte de una u otra sociedad. ¿tal vez haber pensado antes en estos temas a la hora del retorno habría evitado una que otra de estas tragedias?
Tal vez sea este el momento, aprovechando esta nueva coyuntura en la que el pueblo embera mete a la institucionalidad, que se empiecen a pensar realmente los mecanismos de acercamiento, diálogo e intervención, esto para adaptarlos efectivamente a las realidades culturales de estas sociedades; es la oportunidad para que el Estado demuestre que administra un estado pluriétnico y cultural.